sábado, 8 de octubre de 2011

Ibrahim, el afarero..



Cuenta la leyenda que vivía en el pueblo de Algatocín un alfarero musulmán llamado Ibrahím. Para fabricar sus vasijas, cogía la arcilla de una cantera cercana al pueblo.
Cierto día, Ibrahím fue a buscar barro, como solía, pero al remover el terreno para recoger la tierra más limpia, tropezó con una calavera. Por lo que pudo averiguar, aquellos huesos pertenecían a una persona que murió ajusticiada. En ese momento, Ibrahím recordó que su padre –que había sido también un alfarero afamado- le había dicho en más de una ocasión que los huesos humanos, molidos y mezclados con arcilla, proporcionaban a las vasijas un brillo especialísimo y un color muy hermoso. Sin dudarlo un solo instante, cogió la calavera y se la llevó a su casa. Allí la molió hasta obtener un polvo muy fino.
Ibrahím mezcló el polvo de la calavera con la arcilla y se dispuso a realizar la mejor vasija de su vida. Cuando sacó del horno el recipiente, pudo comprobar que presentaba un colorido y un brillo extraordinarios. Tanta era la belleza de aquella pieza que el alfarero decidió llevarla a la cercana ciudad de Ronda para venderla a mejor precio. En la ciudad, la pieza causó un gran revuelo: fue admirada por mucha gente que alababa su perfección e Ibrahím consiguió venderla a muy buen precio.
A la vista del éxito obtenido con la pieza elaborada con polvo de calavera, la mujer de Ibrahím conminó a su esposo a que buscase más huesos: así podría fabricar cerámicas hermosas y aumentarían las ganancias.
Ibrahím volvió al yacimiento y removió la tierra para buscar más huesos. La suerte le fue favorable, pues encontró tres calaveras más.
Amasó bien la arcilla con el polvo de calavera, colocó la masa en el torno y en esta ocasión fabricó tres piezas diferentes. De aquellas tres vasijas, dos tenían la belleza y el brillo que esperaba. Pero la otra parecía pobre y ruin, tenía un color feo y su tacto era sumamente desagradable. El alfarero no entendía qué podía haber ocurrido, ya que había trabajado la arcilla y el hueso del mismo modo…

Un anciano del pueblo, al ver a Ibrahín en su tribulación, le comentó que aquello había sido obra del destino: Alá no quería que de una de esas calaveras saliera nada bueno. Y después le explicó por qué había ocurrido aquello con las vasijas. El anciano contó que muchos años atrás, cuando él era aún joven, en el pueblo se había cometido un horrendo crimen. La justicia detuvo a cuatro sospechosos para intentar averiguar cuál de ellos había sido el asesino. Como no se logró averiguar quién había sido el criminal, el alcaide de la localidad ordenó ejecutar a los cuatro sospechosos, a sabiendas de que tres de ellos eran inocentes.
Ibrahín comprendió que la vasija fea y tosca era la que había hecho con el polvo de la calavera del hombre culpable, mientras que las otras tres habían sido bendecidas con los restos de los hombres inocentes. Horrorizado, cogió la vasija del asesino y se dirigió a la cima más alta de los contornos y desde allí, la arrojó al vacío, quebrando el recipiente en mil pedazos. De regreso a su hogar, colocó las otras dos vasijas en el mejor lugar de su casa y las adornó con flores frescas.

Ibrahím pidió a su mujer que nunca vendiera aquellos jarrones y que los enterrase junto a él cuando muriese.