miércoles, 31 de julio de 2013

Los siete infantes de Lara

   De todas las leyendas medievales españolas, quizás sea ésta una de las más hermosas y más tristes. Hay quien dice que no es leyenda sino una historia real, acaecida en los tiempo de al-Hakam o tal, en los de Almanzor, que venía a poner de manifiesto las desunión de los cristianos en aquellos momentos. Las discordias existentes, tanto entre los reyes, como entre los nobles, favorecieron las victorias musulmanas, en una época de tristeza y humillación para los cristianos.
   Esta historia pone de manifiesto como las sangres musulmanas y cristianas se mezclaron en más de una ocasión, en este caso dando lugar a uno de los linajes más nobles y esclarecidos de la nobleza castellana: los Manrique de Lara. Después de que la cas de los Lara fuera aniquilada, un joven, hijo de una omeya y del noble castellano, la restaurará. Y a ella pertenecerá el famoso Jorge Manrique, el poeta que se hará inmortal con las Coplas a la muerte de su padre, Rodrigo Manrique, gran caballero que murió en 1476.
     Los infantes de Lara no eran propiamente príncipes. En España sólo llevan el título de Infante o Infanta los hijos de los reyes, y viene a significar lo mismo que príncipe o princesa en otros países, pero el caso es que a los protagonistas de nuestra historia se les conoce con esta denominación. Eran hijos del noble Gonzalo Gustios y  Sancha Velázquez, mejor conocida como «Doña Sancha», pertenecientes al linaje de los condes y jueces de Castilla, que por aquel entonces era un condado, todavía sin monarquía hereditaria.
   Su padre les había construido una hermosa casa, casi un palacio, con siete salas, una para cada infante. De ahí que el pueblo en el que se hallaba ubicada dicha construcción se llamase, y aún se sigue llamando, Salas de los Infantes, y se encuentra cerca de Burgos.
   Los siete Infantes de Lara fueron armados caballeros por el conde García Fernández, con motivo de las bodas de un tío suyo, Ruy Vélazquez, con una dama, también perteneciente a una de las grandes familias de la región, doña Lambra. Todo parecía ir bien y los Infantes demostraron su valentía en los torneos y actividades celebrados con motivo de los esponsales, pero el más pequeño de ellos estaba reñido con un pariente de la desposada, doña Lambra, cosa que la irritaba en gran manera. Entonces decidió tomar venganza sobre el agravio y mandó a uno de sus sirvientes, Álvar Sánchez, primo de Doña Lambra, a que arrojará contra el Infante, Gonzalo González, el menor de los siete;   un cohombro empapado en sangre, que por lo visto, era la peor ofensa que se le podía hacer a un caballero castellano. El Infante reaccionó, de inmediato, atravesando al sirviente con su espada, cuando éste se había refugiado en las faldas de doña Lambra.
   Más adelante Gonzalo González es visto por Doña Lambra mientras se baña en paños menores, suceso que Doña Lambra, al considerarlo como una provocación sexual a propósito, interpreta como una grave ofensa. Doña Lambra, aprovechando este lance para vengar la muerte de su primo Álvar Sánchez, que no ha sido satisfecha aún, responde con otra afrenta al ordenar a su criado arrojar y manchar a Gonzalo González con un pepino relleno de sangre, ante la risa burlesca de sus hermanos. Gonzalo reacciona matando al criado de Doña Lambra, que había ido a refugiarse bajo la protección del manto de su señora, que queda asimismo salpicado de sangre.
   Con las ropas manchadas de sangre, y sintiéndose doblemente humillada, pidió venganza a su esposo Ruy Velázquez, que, desde luego, la tomó y cumplida, pues había de matar a sus siete sobrino de la manera más alevosa, engañándolos para que saliese con él a luchar contra los moros. Previamente, alejó al padre, enviándolo a Córdoba con una falsa embajada y una carta para el califa, parece que se trataba de Almanzor, en la que se le pedía que matase al portador de la misma. El califa, que no sabía muy bien a que venía ese atroz requerimiento, se negó a ello y sin decirle nada del contenido de la misiva a Gonzalo Gustios, lo acomodó, en una especie de arresto domiciliario, en el que no carecía de nada que pudiese hacer más agradable aquel encierro, hasta ver en qué paraba todo aquel extraño asunto.
   Enterado Ruy Velázquez de que Gonzalo no había muerto, envió a Córdoba las cabezas de sus siete sobrinos. El califa se las mostró al horrorizado padre, que creyó morir él también al contemplarlas. Cayó al suelo, fulminado por el dolor, después de besar, una por una, las cabezas de sus hijos amados, mientras los llamaba por sus nombres. Compadecido del sufrimiento de aquel hombre, le puso bajo el cuidado de una de sus hermanas que curó las heridas del cuerpo y las del alma, pues ambos se enamoraron y de aquel amor nació un niño, Mudarra.
   Gonzalo Gustios, recobró la libertad y marchó hacia su tierra, con las cabezas de sus siete hijos para darles cristiana sepultura.
   Cuando aquel niño  , Mudarra, tuvo catorce años, su madre le convenció de que debía visitar a su padre al que conocía. Por lo visto, Gonzalo le había dejado una sortija que la madre entregó a su hijo para que se la mostrase a Gonzalo Gustios cuando se hallase ante él como prueba de su paternidad. El muchacho llegó a Castilla y se presentó a su padre, que estaba ciego de tanto llorar la pérdida de toda su prole, pero reconoció el anillo y ambos se abrazaron, como padre e hijo. Ayudado por los amigos de su familia castellana, Mudarra vengó a sus siete hermanos. Retó a Ruy Velázquez, en campo abierto, y lo mató. Puso en conocimiento del conde de Castilla todos los innobles manejos de doñá Lambra, causante de aquella carnicería, y fue condenada a morir lapidada.
   Mudarra fue bautizado y nombrado caballero por el mismo conde de Castilla. Su madrasta, la esposa de su padre Gonzalo Gustios y madre de los siete Infantes de Lara, lo adoptó formalmente como heredero de todos los bienes y dominios de los Lara. Aquel niño criado en Córdoba, se convirtió en un noble castellano que se casó y sus hijos renovaron el linaje de los desventurados Infantes. Los Manrique de Lara llevarán la sangre de los condes castellanos, que devendrán en reyes, y la sandre de los poderosos omeyas, de forma que es imposible hallar un linaje más noble en la España medieval.
 
al-Andalus, libro de Concha Masiá.