domingo, 23 de febrero de 2014

ITIMAD AL RUMAIKYYA

Nació en Sevilla, en 1011. Fue una excelente poetisa. La tradición dice que un verso dicho a tiempo y en un rasgo de espontánea inspiración fue el que le valió a la lavandera y concubina Rumaikyya el amor del rey de Sevilla, Al Mutamid, cuando supo acabar el poema que había iniciado el rey poeta, mientras paseaba junto a sus cortesanos, por la ribera del Guadalquivir y jugaban a improvisar poemas, entretenimiento extremadamente popular en la sociedad andalusí de la época. Al levantarse una ligera brisa sobre el río, dijo
Al Mutamid:
"El viento teje lorigas en las aguas".

Ante lo cual esperaba la respuesta de uno de sus compañeros. Sin embargo, antes que nadie respondiera oyeron una voz femenina que completaba la rima:
"¡Qué coraza si se helaran!".

La voz correspondía a una muchacha escondida tras los juncos. Era una joven bellísima llamada Rumaikiyya, esclava de un arriero. Más tarde en su casa, Rumaikiyya recibe una invitación para acudir a palacio del príncipe heredero, Muhammad Ibn Abbad, recién llegado de Silves donde gobernaba en nombre de su padre. En la casa real, entre fuentes y jardines, Mohammad reveló a la joven su propósito de casarse con ella. Rumaikyya adoptó el nombre de Itimad aunque después no la llamarían más que Al-Sayyidat Al-Kubra, la Gran Señora.
De candorosa conversación, gozaba de salidas felices, réplicas vivas e ingeniosas, gracia natural, jovialidad y travesuras infantiles. Se recuerdan como anécdotas simpáticas, que en cierta ocasión quiso Rumaikyya contemplar la nieve, y, Al Mutamid, llenó de almendros las laderas de la sierra de Córdoba, para que la esperada poesía de sus blancas flores, impregnara de tranquila lujuria todos los poros de su sensualidad.
En otro momento, y cuando Itimad llevaba varios años como favorita de Al Mutamid, que la amaba con ardiente pasión, cuentan que se asomó un día por la ventana del palacio y vio a algunas mujeres pisando barro para preparar ladrillos. Esto le recordó sus días de mozuela cuando solía hacer lo mismo y se quebró en sollozos nostálgicos. Pidió a su marido, con gran demostración de enfado, que quería hacer lo mismo. Al-Mutamid mandó traer grandes cantidades de almizcle y ámbar. Luego dio orden que se mezclara todo con agua de rosas, azúcar y canela en el patio. En este “barro” Itimad pisó alegremente en compañía de sus amigas e hijitas.
Con este comportamiento Al Mutamid no hizo más que lo que hubieran hecho casi cualquiera de aquellos andalusíes de haber tenido riquezas y poder. Así mismo cuenta la tradición que de esa manera encarnó el sentimiento del reino entero con su deliciosa largueza e imaginación” No obstante, había quien la culpaba de haber arrastrado al emir sevillano a los placeres y voluptuosidad más lujuriosos; e incluso en su fanatismo, culpaban también a nuestra poetisa de la falta de asistencia los viernes a las mezquitas así como del desmesurado gusto de los andalusíes por el vino. Ella no echaba cuenta de aquellos jueces que tanto habían de influir en la ruina de los abbadies y de Al Andalus, y Al Mutamid no se preocupaba tampoco sino de tenerla siempre contenta:

I invisible a mis ojos, siempre estás presente en mi corazón.
T u felicidad sea infinita, como mis cuidados, mis lágrimas y mis insomnios.
I impaciente al yugo, si otras mujeres tratan de imponérmelo, me someto con docilidad a tus deseos más insignificantes.
M i anhelo, en cada momento, es tenerte a mi lado: ¡Ojalá pueda conseguirlo pronto!.
A miga de mi corazón, piensa en mí y no me olvides aunque mi ausencia se larga.
D dulce es tu nombre. Acabo de escribirle, acabo de trazar estas amadas letras: ITIMAD .
(Al Mutamid)

Los almorávides apoyados por los jueces fueron apoderándose de los emiratos andalusíes. La ciudad de Sevilla fue ocupada en el año 1091, con gran resistencia por parte del emir y sus hijos. Prisionero Al Mutamid con su familia, fue trasladado a Tánger. El pueblo de Sevilla le daba el último adiós en la siguiente escena descrita por Ibn Labbama:
”Vencidos tras valiente resistencia, los príncipes fueron empujados hacia el navío. La multitud se agolpa a las orillas del río; las mujeres se habían quitado el velo y se arañaban el rostro en señal de dolor. En el momento de la despedida ¡cuántos gritos!, ¡oh extranjero! Recoge tus bagajes, acopia tus provisiones, porque la mansión de la generosidad está ahora desierta …”
En aquella existencia africana triste y dolorosa, Itimad Al Rumaikyya y sus hijas se ganaban la subsistencia hilando, y sólo conocieron algún consuelo con las visitas de poetas amigos agradecidos de Al Andalus, tras la invasión del país por los bárbaros contrarreformadores del desierto norteafricano.