La sociedad islámica es esencialmente urbana y su economía
tiene como centro el desarrollo de las ciudades y de las profesiones que el
crecimiento urbano lleva consigo, es decir, en la industria y en el comercio
basados en una moneda fuerte y estable. La agricultura, en general, tenía en el
mundo islámico un cierto carácter secundario. Por el contrario, las ciudades,
base del comercio y de la artesanía, constituían el elemento más llamativo.
Frente a los reinos cristianos del norte, de aspecto rural aplastante,
al-Andalus ofrecía en tiempos del califato la imagen de un mundo fuertemente
urbanizado. No todas las ciudades tienen una función comercial clara;
algunas son simples residencias de guarniciones militares, otras tienen un
carácter rural, y abundan las que deben su importancia al hecho de ser centros
políticos, capitales de provincia. Casi todas están amuralladas y poseen una
mezquita cerca de la cual se sitúa el zoco o barrio comercial mientras en los
arrabales se sitúan, cuando existen, las dependencias artesanales. Por zoco se
entiende el mercado permanente o periódico que puede tener lugar en cualquier calle,
aunque generalmente se realiza en las plazas y sobre todo en las proximidades
de la mezquita mayor de cada ciudad.
Las
ciudades eran núcleos de producción artesanal, pero también centros de activo
comercio. A las ciudades acudían los campesinos a vender animales y productos
del campo. En el interior de las ciudades, los negocios se llevaban a cabo en los
mercados y en las calles estrictamente especializadas, todos ellos dedicados al
comercio al por menor. Tanto los talleres como las tiendas eran bienes del
Estado o bienes de manos muertas, por lo que su gestión dependía del Tesoro
público.
Fabricantes,
comerciantes o artesanos venden directamente sus productos y se agrupan en unas
“categorías” de oficios a las que no puede darse el nombre de corporaciones por
estar desprovistas de las características que éstas tenían en el Oriente
musulmán o en el Occidente cristiano. Al frente de cada una había un hombre
bueno, el amin, cuya autoridad reconocen todos los miembros de la profesión y a
la que representa ante la autoridad civil, especialmente ante el muhtasib, el
“almotacén” o “zabazoque”, que vigila la conservación de las calles, prohíbe lo
que puede entorpecer la circulación, especialmente en las cercanías de la mezquita,
manda derribar las casas que amenazan ruina y, en general, dirige la actividad
comercial y artesanal.
Los artesanos trabajaban normalmente por encargo en talleres
familiares de los que eran propietarios. Cada categoría profesional tenía sus
emplazamientos de fabricación y venta fijados en barrios del centro de la
ciudad o de la periferia. Algunos artesanos se veían relegados a los arrabales
debido a que su oficio era maloliente o exigía grandes espacios. Tal era el
caso de los curtidores de Toledo y Granada; los fabricantes de aceite de
Almería; los alfareros, ladrilleros y fabricantes de tejas de Granada, y los
preparadores de tierra jabonera de Toledo.
La producción artesanal de al-Andalus destacó en numerosos campos. Dentro de ella hay que distinguir la que se destina a consumo interno -productos alimenticios y textiles fundamentalmente- y la producción de lujo destinada en parte a la exportación. La industria textil y sus anejas de cardado, hilado, apresto y tinte fueron sin duda las más importantes de la España islámica; se trabaja el lino, el algodón y la lana para vestidos, mantas y tapices; el cuero y las pieles dan trabajo a curtidores, fabricantes de pellizas, pergamineros y zapateros; el esparto es empleado en la fabricación de esteras y cestos...
Hay que destacar la alfarería, el trabajo del vidrio, la fabricación de armas y las industrias de la construcción, que agrupaban a canteros, tejeros, albañiles, carpinteros y herreros. La pesca en la costa andaluza daba trabajo a una parte importante de la población, y lo mismo podríamos decir del trabajo de la madera: objetos de lujo cuando se trata de madera de gran calidad destinada a los mimbares de las mezquitas, de obras de marquetería con incrustaciones de nácar o de marfil y de artesonados (taracea), y de madera corriente destinada a la construcción naval.
Los hispanomusulmanes trabajaron también el papel, por supuesto con su consiguiente repercusión cultural.
La industria de lujo más apreciada se basaba en la fabricación de tejidos de seda en Córdoba, Almería y Baeza; la preparación de pieles en Zaragoza; objetos de cerámica -que sustituye al mosaico bizantino- y vidrio -introducido en la época de Abd al-Rahman II- en Córdoba, Calatayud y Málaga; y trabajo del oro, plata, piedras preciosas y marfil en Córdoba. Esta producción artesanal se destina en primer lugar al consumo interno y es objeto de un comercio entre las tierras de al-Andalus, pero otra parte se dedica a la exportación como medio de obtener los productos y la mano de obra que los musulmanes peninsulares no poseen.
Los musulmanes españoles dieron un gran impulso a la extracción de recursos naturales: desde la sal (en sus variedades gema -que abundaba en la región de Zaragoza- o marina -en Ibiza, Cádiz, Almería o Alicante-) o la piedra de construcción (particularmente de la sierra de Córdoba, que proporcionó el material de Medina al-Zahra) hasta los minerales. El hierro se explotaba, en la época omeya, en la zona norte de Sevilla y Córdoba; el plomo en la región de Cabra; el cinabrio en Almadén; el cobre en las zonas de Toledo y Huelva; el oro, en pequeñas cantidades, se obtenía de las arenas del Segre y del Darro y en la desembocadura del Tajo; la plata, de las minas de Murcia y otras.