Cuentan – pero Dios es más sabio – que había un rey de reyes, persa, al que complacían las diversiones, los paseos y toda clase de cacerías. Un halcón, al que había adiestrado, permanecía a su lado día y noche, y dormía durante ésta apoyado en la mano de su dueño. Cuando salía de casa lo llevaba consigo. Le había colgado en el cuello un vasito de oro, en el que le daba de beber.
Cierto día en el que el rey estaba sentado en su trono, se presentó el cetrero y le dijo: “Rey del tiempo: es ya época de empezar a cazar”.
El rey se preparó para salir, colocó el halcón en su mano y partió. Llegaron a un valle en el que extendieron la red de caza y en ella cayó, de repente, una gacela. El rey exclamó: “¡Mataré a aquél por cuyo lado escape la gacela!”
El círculo de cazadores fue estrechándose, mientras que ella, por su parte, fue acercándose al rey, hasta que, por fin, se irguió sobre sus patas y, apoyándose en sus manos, las colocó debajo del pecho como si fuese a besar la tierra ante el soberano. Este bajó la cabeza y el animal dio un brinco, huyó por encima de su testa y se dirigió campiña adentro.
El rey se volvió a mirar a los soldados y observó que se guiñaban los ojos. Preguntó “¡Visir ¿Qué se están diciendo los soldados?”
“Comentan lo que dijiste: que aquél por cuyo lado escapase la gacela, sería ajusticiado”.
“¡Por mi cabeza! ¡La perseguiré hasta volver con ella!”
El rey se puso a seguir el rastro de la gacela y no se cansó de ir tras sus huellas.
El halcón iba picando en los ojos del animal fugitivo, hasta que al fin la cegó y la aturdió; entonces el rey levantó la maza y de un solo golpe la derribó. Se apeó, la degolló y la colgó del arzón de su silla. Era una hora de calor y estaba en un lugar árido; no había agua. El rey y su corcel tenían sed, por lo que el soberano dio una vuelta y divisó un árbol, del que fluía un líquido que parecía manteca. Como tenía la mano enfundada con el guante de piel, tomó el vasito del cuello del halcón, lo llenó de aquél líquido y lo colocó delante de él. Pero el halcón dio un golpe al vasito y lo vertió.
El rey cogió de nuevo el vasito, lo llenó y, creyendo que el halcón estaba sediento, se lo colocó delante, pero el animal lo derramó de nuevo. El rey se enfadó con el pájaro y, tomando el vasito por tercera vez, se lo acercó al corcel; pero el halcón, con el ala, volvió a verterlo.
El rey exclamó: “¡Dios te confunda, la más nefasta de las aves! ¡No me has dejado beber, no has querido hacerlo tú y encima se lo has impedido al caballo!
Dicho esto, de un sablazo le cortó ambas alas.
El halcón levantó la cabeza y dijo por señas: “Mira lo que hay encima del árbol”. El rey levantó la vista y vio una serpiente, cuyo veneno era el líquido que fluía del árbol. Y se arrepintió de haberle cortado las alas al halcón.
Montó, el rey, en su caballo y llevó la gacela al lugar del que había partido. Al entregarla al cocinero, le dijo: ¡Cógela y ásala!. Luego se sentó en su silla, sosteniendo siempre al halcón en la mano, hasta el momento en que el animal, tras un estertor murió. El rey prorrumpió en gritos de tristeza y de dolor por haber matado al halcón en recompensa de haberle salvado de la muerte.
Cuento seleccionado de las 1001 Noches.