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miércoles, 7 de noviembre de 2012
Mozárabes,
Muzárabes, almosárabes, mixtiárabes... Con todos estos nombres se conocía en la Edad Media a los habitantes de la península Ibérica que, siendo cristianos, residían o habían residido en al-Ándalus. El término procedía del vocablo árabe musta´riba, utilizado por los musulmanes para referirse a las comunidades no musulmanas que adoptaban la cultura árabe. Un mozárabe era, por tanto, un cristiano " arabizado". Descendía de aquellos hispanos que no huyeron al norte ni se resistieron tras la repentina invasión musulmana del año 711 y aceptaron la imposición de un nuevo orden social, político, económico y militar.
Siguiendo los preceptos del Corán, que no admite la coacción en la religión, los musulmanes respetaron a cristianos y judíos que vivian bajo su dominio. Les llamaban gentes del libro ( ahl al-kitab ) y les permitían practicar su religión a condición de que no hiciese proselitismo ( es el intento o esfuerzo activo y activista de convertir a una o varias personas a una determinada causa o religión ). La coexistencia de credos se basó en un pacto: los no musulmanes tenían libertad de culto y derecho a organizarse municipal y jurídicamente, pero a cambio debían someterse a la autoridad militar y civil islámica y pagar un impuesto especial, la jizya.
La atracción de lo árabe.
Los nasara, cristianos practicantes, pervivieron así en el territorio de al-Ándalus. Su propia existencia constituía un tipo de resistencia; pero paulatinamente fueron adaptándose a la cultura que les rodeaba y tomando algunas de sus costumbres. Muchos dejaron de comer carne de cerdo, algunos se circuncidaron y la mayoría aprendió árabe. La influencia fue haciéndose notar en las comida, las fiestas, los vestidos, la arquitectura... Al mismo tiempo, el aislamiento les llevó a preservar tradiciones que los cristianos del norte de la Península iban perdiendo. Se creó, así, una cultura propia de unas comunidades muy concretas, las llamadas mozarabías.
La mayor parte de la mozarabías se encontraban en zonas rurales, pero las de más peso estaban en urbes como Córdoba, Mérida, Sevilla, Granada, Toledo o Zaragoza. En esos lugres, la población anterior a la ocupación islámica, formada por hispanorromanos, visigodos y judíos, se integró con mayor facilidad en la cultura de los conquistadores. Pronto empezaron a multiplicarse los muladíes ( del árabe muwallad, musulmán descendiente de no musulmanes ): eran conversos al Islam o descendientes de matrimonios mixtos que pasaban obligatoriamente a ser musulmanes. A causa de ello, el porcentaje de la población cristiana fue decreciendo. Se mantenían las iglesias y los monasterios, pero en número cada vez menor. Por ejemplo, en 784 los cristianos cordobeses, que hasta entonces compartían la antigua iglesia de San Vicente con los musulmanes, cedieron su mitad para que Abderramán I pudiese construir una mezquita que permitiese acoger a una comunidad islámica que no dejaba de crecer.
En este contexto de mezcla de lenguas, costumbres y tradiciones, algunas actividades seguían vinculadas a tradiciones pre-musulmanas. Tal era el caso de la medicina, estudiada a partir de escritos latinos y practicada sobre todo por cristianos, judíos y muladíes. Por ejemplo, Ibn Abi Usaybi´a (1203-1270 ) contaba la historia de un médico cristiano ( nasara o nasarí ) que curó al califa de una otitis con sangre de paloma, remedio tradicional que , al parecer, le fue confiado por un anciano en un monasterio. Cristianos, judíos y muladíes constituían también la mayoría de los astrólogos y de los farmacéuticos.
El boato de los ritos cristianos.
la religión era para los cristianos, en buena medida, su mejor seña de identidad. El cristianismo, más antiguo que el Islam, simbolizaba el hecho de que los cristianos estaban allí antes que los musulmanes. De ahí la importancia de preservar sus rituales; y de ahí también el efecto que estos ritos tenían sobre los testigos musulmanes. A principios del siglo XI, un canciller de Abderramán V tuvo que asistir a una ceremonia nocturna en una iglesia mozárabe de Córdoba. Según el cronista Almakkari, " la vio tapizada de ramas de mirto y suntuosamente decorad, mientras el sonido de las campanas encantaba su oído y el esplendor de los círios deslumbraba sus ojos. Se detuvo fascinado a pesar suyo, ante la vista de la majestad y del gozo sagrado que irradiaba del recinto; recordó seguidamente con admiración la entrada del oficiante y de los otros adoradores de Jesucristo, revestidos de admirables ornamentos; el aroma del vino añejo que los ministros vertían en el cáliz, donde el sacerdote mojaba sus labios puros; el modesto atuendo y la belleza de los niños y adolescentes que ayudaban al lado del altar; el solemne recitado de salmos y de sagradas plegarias; todos los ritos, en fin, de es ceremonia; la devoción y, a la vez, el gozo solemnes con que se celebraba, y el fervor del pueblo cristiano ".