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lunes, 18 de noviembre de 2013

Segundo reinado de Muhammad al-Madhi.

   Se podría decir que al-Andalus estaba ya partido entre los que reconocían a al-Madhí y los que reconocían a Sulayman al-Mustaín. El primero se refugió en Toledo, donde se le acogió con simpatía y ayudado por Wadith y pactando con los condes Ramón Borrell II y Ermengol de Urgel, reunieron alrededor de  unos 40.000 hombres. Sulayman sólo contaba con sus escuadrones beréberes, pues los cordobeses se negaron a prestarle ayuda. En el encuentro de ambos ejércitos, un mal entendido por parte de Sulayman provocó la desbandada de los suyos. Los beréberes apenas tuvieron tiempo de llegar a Madinat al-Zahra y recoger a sus familias, mientras su jefe huía a Játiva. Al día siguiente, Muhammad II al-Madhí, con Wadith y las tropas francas entraban en Córdoba y comenzaba su segundo reinado, que iba a ser más leve, aún, que el primero. El erario público estaba vacío, y hubo que pedir dinero a los cordobeses para pagar las deudas contraídas con los auxiliares catalanes.
   Salieron en persecución de los beréberes, tal como deseaban los catalanes, pero en esta ocasión se volvieron las tornas. Los alcanzaron cerca de Ronda y sufrieron una gran derrota, en la que murieron por lo menos, 3.000 francos y el tesorero judío de Ramón Borrell. Como todos iban cargados de monedas de oro y plata, los beréberes consiguieron un magnífico botín. Las tropas catalanas regresaron a sus tierras y al-Madhí se tuvo que limitar a estar a la defensiva, protegiendo lo mejor que pudo, la ciudad.
   Wadith, que siempre le había sido fiel, bien pronto comprendió que volvía a las malas maneras de su primer reinado. Al-Mahdí era un hombre vulgar, un libertino, carente de educación y de escrúpulos. Se dejó ganar por algunos eslavos amiríes, que se encontraban en Játiva y urdieron derrocar a Muhammad II y reponer el auténtico califa omeya, al pobre Hisham II. El 23 de julio de 1010, Muhammad II al-Mahdí caía asesinado dentro del mismo Alcázar por unos oficiales eslavos.

Hisham II, de nuevo en el trono.


   Las cosas se fueron complicando. Frente al partido beréber se formó el partido eslavo del general Wadih y la vuelta de Hisham II, no supuso la unión de unos y de otros, de todos los musulmanes de al-Andalus alrededor del califa omeya, que por otra parte, continuó siendo un juguete del general como antes lo fuera de los amiríes.

   El 4 de noviembre de 1010, los beréberes asaltaron Madinat al-Zahra, asesinaron a la guarnición y se asentaron en ella hasta la primavera, bloqueando Córdoba con la intención de rendirla por hambre. Cuando la situación era más crítica, llegó la embajada de Sancho García reclamando las plazas prometidas y no entregadas. Los beréberes desviaron la embajada a Hisham y al primer ministro Wadih, que tuvieron que pasar por la humillación de ceder a Sancho García las plazas de San Esteban de Gormaz, Clunia y Osma, donde, durante tantos años, había ondeado el pendón blanco de los omeyas.
   Sitiados como estaban, los cordobeses se negaban a oír hablar de paz y, por otro lado, querían que se combatiese a los sitiadores pero sin poner nada de su parte. Los beréberes se adueñaron de los víveres que podían proporcionar los campos cercanos y los campesinos, desposeídos de todo y hambrientos, se refugiaron en Córdoba, con lo que aumentaron las bocas que tenían que alimentar. El erario público estaba bajo mínimos y para obtener algún dinero, Wadih tuvo que vender, en subasta pública, parte de aquella  magnífica biblioteca que con tanto mimo había form el califa al-Hakam.

   Pasaba el tiempo y nada se resolvía. La llegada de la primavera trajo consigo una crecida tremenda del río Guadalquivir, que se llevó más de dos mil casas y la vida de muchos cordobeses. Las murallas se deterioraron por las lluvias continuas y los víveres escaseaban de tal manera, que se convirtieron en artículos de lujo, a precios inalcanzables para la mayoría de la población. A todos estos desastres, vino, en el verano, a unirse la peste que diezmó a las pobres gentes. Abrumado por la situación, Wadih intentó huir, así, sin más. Pero un cordobés, avisado de lo que pensaba hacer el primer ministro, lo sacó de su casa y junto a unos sicarios, después de afrentarlo por su cobarde actitud, le cortó la cabeza.
    Córdoba resistió un año y medio más, esperando un milagro que no se produjo, pues creían que las fuerzas de las Marcas vendrían a socorrerla. En el verano de 1012, los dignatarios de la corte aconsejaron a Hisham II que entregase la ciudad, bajo ciertas condiciones, pero la carta enviada a Sulayman al-Mustaín por el califa, no obtuvo respuesta. Por fin el 9 de mayo de 1013, el cadí Ibn Dhakwan, junto a algunos alfaquíes, se dirigió al campamento de los beréberes para solicitar el amán, que les fue concedido, después de que pagaran una fabulosa suma en concepto de indemnización. Pero, mientras tanto, la sangre, por aquella maravilla que fue Córdoba, corría a raudales, los saqueos se prodigaban de tal forma que muchos de los palacios de la aristocracia fueron incendiados. Todas las clases sociales, desde la más alta a la más baja, fueron maltratadas, humilladas, cuando no asesinadas, por los vencedores.
   Sulayman al-Mustaín se instaló, otra vez, en el Alcázar. Mandó llamar a Hisham II y le cubrió de reproches. El califa se defendió diciendo que si había tomado el poder fue coaccionado y que abdicaba en su favor. Y aquí se abre una gran incógnita que, desde luego, no aclaran los historiadores musulmanes : qué fue de Hisham II. Unos dicen que Sulayman le condenó a muerte, otras que se evadió y se refugió en Oriente donde acabó sus días en el anonimato. Ya no reapareció y si fue asesinado, la noticia no se divulgó pues, durante varios años, se siguió citando su nombre en las mezquitas andaluzas. El historiador Ibn al-Jatib, dice que un hijo de Sulayman, por su cuenta y riesgo, lo hizo estrangular, el 18 de mayo de 1013, mientras corría la voz de que el antiguo califa escapó y que vivió en Almería como un pobre aguador. Manejado por unos y otros, siendo juguete de todos, el tercer califa de al-Andalus desapareció de este mundo, sin haber podido ser él mismo ni una sola vez. Tendría, aproximadamente, unos cincuenta años.
   Poco quedaba ya de vida al califato, que con tanto esfuerzo habían levantado los omeyas.