Muhammad ibn ‘Abbad al-Mu‘tamid (en árabe محمد بن عباد المعتمد)
(Beja, Portugal, 1040 – Agmat, Marruecos, 1095). Rey taifa de Sevilla (1069-1090), de la familia de los abadíes. Hijo y sucesor de al-Mutadid (1042-1069).
Biografía
Segundo hijo de al-Mutadid, se convirtió en heredero cuando su hermano mayor fue mandado ejecutar por su padre por supuesta traición. A los doce años, su padre lo envió a Silves, en el Algarve, para ser educado por el poeta Abu Bakr ibn Ammar (Ibn Ammar de Silves, el Abenámar de los cristianos), el cual se convertiría posteriormente en su favorito.
En el segundo año de su reino, al-Mutamid anexionó la taifa de Córdoba, a cuyo frente puso a uno de sus hijos. Esta anexión supuso una amenaza para la taifa de Toledo, cuyo rey, Al-Mamun apoyó a un aventurero, Ibn Ukkasha, que en 1075 se apoderó de la ciudad y ejecutó al joven príncipe. Al-Mamún de Toledo tomó posesión de la ciudad, en la que murió seis meses después. Durante tres años al-Mutamid trató de reconquistar Córdoba, lo cual consiguió en 1078, al tiempo que todas las posesiones del reino de Toledo situadas entre el Guadalquivir y el Guadiana pasaron a formar parte del reino de Sevilla.
Taifa de Sevilla - siglo XI.
Al llegar al trono, al-Mutamid nombró visir a su amigo y antiguo mentor Ibn Ammar. Su relación fue excelente durante los primeros años de reinado. Por ejemplo, se atribuye a su habilidad que una expedición de Alfonso VI de León contra Sevilla acabase pacíficamente mediante la aceptación del pago de un doble tributo (1078).
En cualquier caso, Ibn Ammar cayó en desgracia como resultado de su desastrosa gestión de la anexión de la taifa de Murcia. En 1078 Ibn Ammar acudió a Ramón Berenguer II, conde de Barcelona, y le pidió su ayuda para conquistar Murcia mediante el pago de diez mil dinares. Como prenda del pago del tributo, un hijo de al-Mutamid, al-Rashid, serviría de rehén, parece que sin el conocimiento de su padre. Cuando al-Mutamid descubrió el pacto, quiso recuperar a su hijo, cosa que sólo pudo conseguir mediante el pago de
una suma tres veces mayor. Una vez conquistada la taifa de Murcia, Ibn Ammar fue nombrado gobernador, pero poco después conspiró para independizarse de la taifa de Sevilla. Descubiertas sus pretensiones tuvo que huir de Murcia. Refugiado en Zaragoza, intentó ayudar a los tuyibíes en una expedición contra la fortaleza de Segura, pero finalmente fue hecho prisionero y entregado a al-Mu‘tamid, quien, a pesar de los lazos de amistad que durante mucho tiempo los habían unido, lo mató con sus propias manos.
Sintiéndose amenazado por León después de la conquista de la Toledo por Alfonso VI de León (1085), decidió pedir auxilio a los almorávides que el 30 de julio de 1086 desembarca en Algeciras. Las tropas de la taifa sevillana ayudaron, junto con tropas de las taifas de Granada y Badajoz, a derrotar a los cristianos en Zalaca (1086). Sin embargo, el emir almorávide Yusuf ibn Tasufin, requerido en África, volvió a su reino. La ausencia almorávide contribuyó a que los reyes musulmanes siguiesen envueltos en sus disensiones, de forma que no pudieron evitar nuevos ataques cristianos. El rey Alfonso VI tomó el castillo de Aledo (en Murcia) en 1087, bloqueando las rutas entre Sevilla y las provincias orientales de al-Ándalus. Al-Mu‘tamid en persona se dirigió de nuevo a Marrakech para pedir a Yúsuf que acudiera en ayuda de los musulmanes en al-Ándalus. Los almorávides volvieron a la península (1088), pero esta vez no sólo combatieron a los cristianos, sino que fueron conquistando uno a uno todos los reinos de taifas. Al-Mu‘tamid fue depuesto por el emir almorávide en 1090 y desterrado a África, donde murió (Agmat, en las inmediaciones de Marrakech).
Poeta
Al-Mu‘tamid fue un notable poeta y, durante su reinado, la cultura floreció en Sevilla. En su corte gozaron de favor los poetas y literatos, como el siciliano Ibn Hamdis, Ibn al-Labbana de Denia, Ibn Zaydún o el propio visir y poeta Ibn Ammar de Silves (1031-1086).
También la visitaron intelectuales como Ibn Hazm (994-1063), una de las figuras centrales de la cultura andalusí, el geógrafo Al-Bakrí y al astrónomo Azarquiel (Al-Zarkali).
ACRÓSTICO
Ignoran mis ojos tu presencia, pero vives en mis entrañas.
Te saludo con mil lágrimas de pena y mil noches sin dormir.
ingeniaste cómo poseerme, algo difícil, y viste que mi amor es fácil.
Mi deseo es estar contigo siempre. ¡Que me conceda este deseo!
asegúrame que cumplirás la promesa y no te cambiarás por mi lejanía.
Di cabida a tu dulce nombre aquí, escribiendo sus letras: Itimad.
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Apareció, exhalando aromas de sándalo,
al doblar la cintura por el esbelto talle,
¡Cuántas veces me sirvió, aquella oscura noche,
en agua cristalizada, rosas líquidas!
Se cuenta que, en la corte de este monarca, gozaban de gran favor los poetas y literatos, ya que tanto el rey como su visir, Abu Bakr ibn Ammar, lo eran.
Ibn Hakam relata que el rey “gustaba de brillantes tertulias (maylis) entre amigos poetas, esbeltos coperos y hermosas esclavas cantoras" y que "Para entrar en su círculo íntimo, había que mostrar gran capacidad versificadora y de improvisación.”.
Al-Mutamid, segundo hijo del rey de Sevilla, tenía 12 años cuando fue enviado por su padre a Silves para ser educado por Ibn Ammar que, a pesar de su juventud -tendría unos 21 años por aquel entonces- era ya un poeta de renombre. Cuentan que fue el propio príncipe el que, seducido por los versos de Ibn Ammar, había solicitado recibir sus enseñanzas.
En Silves, lejos de la rigidez de la corte, los dos jóvenes gozaban de una existencia despreocupada, dando rienda suelta a su común pasión por la poesía. Pasaban muchas horas juntos, jugando a improvisar poemas -entretenimiento extremadamente popular en la sociedad andalusí de la época. El príncipe Al-Mu’tamid sentía por Ibn Ammar una admiración que rayaba la fascinación: le seguía a todas partes -no soportaba estar separado de él ’ni siquiera una hora, ni de día ni de noche’-, le colmaba de regalos y hasta le hizo construir un palacio junto al suyo. Y es de suponer que este se dejaría también seducir por la gracia y la belleza de su joven alumno. Lo cierto es que estaban predestinados a ser amigos y que esta amistad no tardó en transformarse en una estrecha y profunda relación sentimental que duraría muchos años.
En el ocaso de su vida, Ibn Amar recordaría aquellos tiempos felices con su amigo en el Algarve con estos versos:
La lluvia cubrió el manto de nuestra juventud
en un país donde los jóvenes rompían los amuletos de la infancia.
Al recordar el tiempo de mi juventud, es como si se encendiese
el fuego del amor en el pecho.
Aquellas noches en que no hacía caso de la sensatez del consejo
y seguía los errores de los alocados;
condené al insomnio los párpados somnolientos
y recogí el tormento de las tiernas ramas.
¡Cuántas noches pasamos en el Azud, entre los meandros del río,
que se deslizaba con la sinuosidad de una serpiente!
Escogimos el jardín como vecino y nos visitaba con sus regalos
que traían las manos de las suaves brisas;
nos enviaba su aliento y se lo devolvíamos aún más perfumado,
y con más suave brisa;
la brisa, en su ir y venir, parecía una chismosa,
que llevase y trajese maledicencia;
el sol nos daba de beber.
¿Quién ha visto el sol en mitad de la negra noche, sino nosotros?
La sociedad andalusí de aquella época era bastante tolerante y no estaban mal vistas las relaciones entre personas del mismo sexo; en cualquier caso, los siguientes versos de Ibn Amar son bastante elocuentes y no dejan duda de que el suyo era algo más que de un amor platónico:
¿Recuerdas los días de nuestra juventud
cuando brillabas como luna creciente?
Te abrazaba la cintura tierna,
bebía de tu boca agua clara.
Yo me contentaba con lo permitido
pero tú querías aquello que no lo es.
Al-Mutamid, por su parte, describía así a su amante:
Nuestro compañero amado combatió con ojos, espada y lanza
A veces caza mujeres, bellas gacelas; a veces hombres, valientes leones.
Por desgracia, los rumores no tardarían en llegar a Sevilla a oídos del rey que, cuando supo la devoción de su hijo por aquel hombre, decidió alejarle de la molicie y poner fin a lo que él consideraba una influencia nefasta llamando a su hijo a la corte y desterrando al maestro de sus dominios.
Ibn Amar empezó una vida errante, viajando de un lado a otro, buscando refugio y ayuda en las demás taifas. Los dos amantes, sin embargo, seguían en contacto y se reunían clandestinamente siempre que se les presentaba la ocasión.
Por fin, a los 29 años, Al-Mu’tamid accedió al trono y se apresuró en llamar a su lado a su bien amado, colmándole de honores y nombrándole visir de su reino. La relación fue excelente durante varios años en los que Ibn-Amar gozó del favor y de la generosidad de Al-Mu’tamid. Sin embargo, un acontecimiento vino a enturbiar esta relación.
Un día que paseaban a orillas del Guadalquivir, una ligera brisa rizó la superficie del agua y el rey dijo: "El viento teje lorigas en las aguas" esperando que su amigo Ibn-Ammar compusiera el verso siguiente; pero, antes de que pudiera contestar, oyeron una voz femenina que completaba el verso: "¡Qué coraza si se helaran!".
Era la voz de una muchacha escondida tras los juncos, una joven bellísima llamada Rumaikiyya, esclava de un arriero. El rey se enamoró de ella, la invitó a su palacio y la convirtió en su favorita.
No cabe duda de que Ibn-Ammar se sintió desplazado y, movido por los celos, no dudó en criticar duramente la elección del príncipe con estos versos infamantes:
Elegiste, de entre las hijas de los viles
a Rumaykiyya, que no vale un adarme;
trajo al mundo sinvergüenzas de bajo origen
tanto por la vía paterna como la materna;
son cortos de estatura,
pero sus cuernos son largos.
La discordia engendró enemistad entre los dos hombres. El califa, para castigarle, alejó a su visir de la corte, mandándole reconquistar la taifa de Murcia, orden que Ibn-Ammar cumplió exitosamente. Pero sea por despecho o movido por una desmedida ambición de poder, se autoproclamó poco después rey de Murcia, enfrentándose así a su rey.
Como era de suponer, su poder duró poco: cayó en una emboscada, fue hecho prisionero y entregado a al-Mutamid que lo condenó al destierro.
Desde el exilio, Ibn Amar suplicaba, una y otra vez, el perdón del monarca:
¿Acaso Silves no ha llorado por el que sufre
y Sevilla no ha suspirado por un arrepentido?
El rey, conocido por su generosidad y que, según Ibn Hakar, era "el más liberal, hospitalario, magnánimo y poderoso entre todos los príncipes de Al-Andalus", se inclinó finalmente por el perdón:
Ven, vuelve a ocupar tu puesto a mi lado.
Ven sin temer nada, porque te esperan bondades, no reproches.
Convéncete de que te amo demasiado para poder afligirte;
nada, bien lo sabes, me agrada tanto como verte contento y alegre.
Te trataré con benevolencia, como siempre,
y te perdonaré tu falta si la ha habido:
porque el Eterno no me ha dado un corazón duro,
y no tengo costumbre de olvidar una amistad antigua y sagrada.
Más adelante, sin embargo, se indignaría tras leer una carta interceptada que Abenamar había enviado a sus enemigos y, a pesar del amor que durante muchos años los había unido, lo condenó y lo ajustició con sus propias manos.
Leyendas
La partida de ajedrez
Una leyenda cuenta que Ibn Ammar, el favorito de al-Mu‘tamid jugó una partida de ajedrez con Alfonso VI de León, el cual se encontraba asediando Sevilla (1078). La apuesta era elevada, puesto que el ganador decidiría el destino de la ciudad de Sevilla. Ibn Ammar ganó la partida y le pidió al rey castellano que respetase la ciudad. Alfonso mantuvo su palabra y no atacó Sevilla, quedándose con el tablero y las piezas del juego de ajedrez. La realidad es más prosaica, y el sitio no se levantó hasta que al-Mu‘tamid no acordó pagar un cuantioso tributo a Alfonso VI.
BUTAYNA BINT AL MUTAMID, princesa sevillana hija de Al Mutamid.
Butayna se parecía a su madre, Al Rumaykiyya, por su belleza, su ingenio y su facilidad para escribir versos.
Cuenta la leyenda que cuando los almorávides sitiaron a su padre en Sevilla y se apoderaron de la ciudad, el palacio fue saqueado y Butayna desapareció con un grupo de cautivos. En la larga y penosa etapa que siguió, sus padres no supieron que había sido de ella hasta que les escribió unos versos, que se hicieron famosos y circularon de mano en mano entre los habitantes del occidente musulmán, donde les contaba que un comerciante de Sevilla la había comprado para concubina, regalándosela después a su hijo, y cómo se ocuparon de prepararla para el joven, pero cuando éste quiso cohabitar con ella, Butayna se lo impidió escudándose en su linaje y le dijo: “No seré tuya más que mediante un contrato matrimonial, si mi padre lo conciente. E indicó a sus dueños que llevasen a su padre un escrito de su parte y esperasen la respuesta.
Cuando los versos de Butayna llegaron a Al Mutamid, este estaba en Agmat (Marruecos), preso y lleno de tristeza y las penas. Al Rumaykyya y él se alegraron de saber con vida a su hija y opinaron que esa boda era lo mejor que Butayna podía desear, pues sabían que era el resultado de la situación, el remedio de las desdichas y el menor de los males, aunque el velo de la tristeza cubrió el corazón de Al Mutamid que firmó como testigo en el contrato matrimonial entre Butayna y ese joven.