Los poetas árabes se cuentan por millares. Pero obsérvese que, ordinariamente, el europeo ilustrado no podría mencionar un solo bardo árabe, a pesar de que los poetas árabes son tan numerosos como las estrellas del firmamento o como las flores que alegran el jardín del mundo . Sin embargo, entre tanta abundancia, ocurre que para hallar, por ejemplo, un europeo enterado de quién es el primero de los poetas árabes, al menos del período de oro musulmán, hay que acudir a un especialista para que nos diga que fue muy famoso Al Mutanabbi, que vivió entre los años 915 y 965 d.C.; y también lo fue el cínico y genial Abu Nowas ( 806-813).
A pesar de la división política, y lejos de destruir el impulso de la cultura musulmana, los desórdenes sociales la estimularon. Indudablemente, la época de los Abbassi es su Edad de Oro. Cualquiera que haya sido el papel material y cultural desempeñado por las cortes de los príncipes, lo cierto es que, frente a la cultura europea de la época, la cultura musulmana se caracteriza socialmente por una difusión más amplia, ligada al desarrollo urbano y a la fabricación del papel. La mayor parte de los «sabios» eran hombres que tenían un oficio. No había ninguna ciudad, exceptuando las principales, que no contase con una biblioteca o más, y con escuelas y estudiantes dependientes de las mezquitas o de fundaciones privadas, ya que se consideraba que era una obra pía contribuir a extender la ciencia. A lo largo de todo el mundo, se emprendía la búsqueda de los manuscritos que contenían la ciencia y auténticos ejércitos de copistas trabajaban para multiplicarlos. Los waqfs se encargaban de su mantenimiento, igual que los maestros y sus discípulos, muchos de los cuales no disponían de una gran fortuna. El oficio de librero era remunerador. Sin embargo, antes del siglo XI, no hubo en ningún sitio una enseñanza auténticamente oficial, lo que traía consigo una notable diversidad. Los estudiantes, con frecuencia de cierta edad, iban de maestro en maestro, de ciudad en ciudad, para completar su «búsqueda de la ciencia». «Leían bajo» la supervisión de un maestro, o más exactamente, lo escuchaban tomando notas, mientras leía un texto básico y lo comentaba, pata discutirlo después entre ellos. Los que habían superado las pruebas estaban autorizados para transmitir lo que el maestro les había transmitido a ellos. El fin perseguido era llegar a ser omnisciente.
Los letrados y los sabios se encontraban en las audiencias, es decir, en los «salones» de los mecenas. La atmósfera era liberal en extremo, a pesar del ardor de las discusiones. En ningún otro lugar durante la Edad Media, y tampoco más tarde en el mundo musulmán, podremos encontrar un ambiente similar.
En este período, al igual que en los anteriores, no había una separación clara entre la reflexión religiosa y el pensamiento literario o científico. Ciertamente, se distingue entre las ciencias musulmanas y las restantes ciencias, pero apenas se puede encontrar a alguien que no haya cultivado ambas y, de todos modos, los problemas que se planteaban filósofos y sabios incidían necesariamente en el terreno religioso.
En esta época, bajo el poder de la dinastía de los abasidas, el Islam alcanza el máximo esplendor en las ciencias y en las artes, haciendo de Bagdad el centro no sólo político, sino también cultural del califato al que acuden la mayoría de escritores, como el persa Bachchar Ibn Bourd (del 783); Al Bohtori nacido en 820 y muerto en 897; la poetisa Fadhl (del 873), célebre como admirable improvisadora, y otros muchos. Al mismo tiempo se hizo notar la influencia de Persia, con su refinamiento, su elegancia, su cultura, y, fundiéndose con las cualidades árabes, dio por resultado el gran período clásico o Siglo de Oro de la literatura árabe, en el que observamos -en los países conquistados por los musulmanes- un desarrollo progresivo y rápido, pues todos se esfuerzan en aprender la lengua del Islam. Pero muchos no se contentan con esto, sino que también quieren dominarla a la perfección y dominar su literatura. Cuando nos acercamos a la mitad del siglo II de la Hégira (VIII y IX d.C.), nos encontramos con muchos poetas que no son árabes, sino que pertenecen a los pueblos extranjeros dominados por los árabes .
En este período, la producción literaria adquiere un nuevo carácter. Compuesta por una sociedad urbana, está dirigida por primera vez a las poblaciones de estirpe no árabe. Si pasamos revista a los poetas que sobresalieron en esta época, ornato de Bagdad, de los que se enorgullece la civilización islámica, hallaremos que muchos son persas, o bien de origen semita (arameo y nabateo), que conocen la lengua árabe y destacan en la misma, dando lugar a que surjan poetas que rivalicen con los poetas árabes y puedan alcanzar la posición de primerísima figura.
A medida que avanza el siglo II de la Hégira (VIII y IX d.C.), comprobamos que la lengua árabe, restringida al norte de la Península Arábiga, solamente es hablada por tribus de beduinos cuya forma de vida tan agreste es lo más penoso que se pueda describir, aunque más tarde se dulcificó. Esta lengua pudo reunir la literatura de la India, la filosofía de los griegos y la cultura de los persas. Todo esto transcurre en tan poco tiempo que no podemos afirmar que fuera suficiente para transferir estas culturas a una sola lengua, de forma que se transformen estas comunidades en una sola de sentimiento y pensamiento homogéneos, en una sola cultura donde no resalte diferencia alguna .
Pero alejados de Bagdad, brillaban Abu Temmam (del 846), autor de la antología llamada Hamasa (que literalmente significa la fuerza); Al-Mutanabbi (915-965), el poeta famoso de noble entonación en sus versos ampulosos de aspirante a profeta y a rey; Abu Firas al-Harndani, el que muchos consideran creador de un arte ingenioso y sugestivo y cuya corte de Alepo fue un centro de cultura donde brilla también Al-Mutanabbi.
En este período clásico de la literatura árabe, la casida adquiere un carácter cada vez más ceremonial, pues se enriquece de tecnicismos y de artificiosidad persiguiendo la belleza de la metáfora y de los símiles. Éste es el “nuevo estilo”, llamado por los filólogos al-badiâ, que fue adoptado por vez primera con éxito por Bashshar Ibn Burd. Pero su principal exponente es Abu an-Nowas, que se educó en la escuela de Basra y vivió en la corte del gran califa Harun al-Rashid.
Abu an-Nowas (h. 139 – h. 199), alegre y cínico, cantor del vino y de las tabernas, de las danzarinas y de los efebos, de los jardines y de las aguas claras, funde el sentimiento persa del dolor cósmico con la índole pasional de los beduinos. En edad tardía se dedica a la mística componiendo poemas ascéticos.
Muy distinto es su austero contemporáneo Abu al-Âatahiya (h. 748 - h. 825), de personalidad ascética y poeta en una lengua sencilla accesible al pueblo.
Al Mutanabbi (915-965)
Abul Tayyib Ahmad ibn al Hussein, al-Mutanabbi, nació en Cufa (Irak), en el barrio de los Kindíes, en el año 915, el año 303 de la Hégira. Su padre era un humilde aguador, un beduino agobiado por la ciudad, pero descendiente de la orgullosa tribu de los Banu Ju‘fi. Desde niño, Mutanabbi mostró un talento especial para componer versos y recibió la educación más esmerada que la pobreza de su familia permitió. En 927 pasó una larga temporada en el desierto de la Samawa, en donde además de aprender árabe clásico, se "beduinizó" y participó en algunos hechos de armas. Un poco después viviría la gran aventura que deja entrever la soberbia que lo empujaría a buscar en la poesía la expresión más rigurosa y atrevida, y que al final lo perdería. En 933 se interna de nuevo en el desierto y emprende una reescritura poética del Corán . Se finge milagroso y algunos clanes lo siguen.
Abul Tayyib se autoproclama profeta, de ahí el apodo "Mutanabbi" (el que se las da de profeta). La aventura, por supuesto, terminó en la cárcel y sólo la benevolencia de un emir, que atribuyó a la juventud del acusado la descabellada empresa, impidió que Mutanabbi muriera. Tras obtener su libertad, comenzó un frustrante vagabundeo hasta que en 948 llega ante el temido Sayf al-Dawla de Alepo, "Espada del Estado". El valor, la cuna y la generosidad de al-Dawla encontraron su par en el orgullo y el talento de Mutanabbi y se establece así una relación que habría de durar nueve años, nueve años de amistad, guerra, cacerías y luto. Sayf al-Dawla sería reconocido en todo el Islam y a través de los siglos gracias a las odas –llamadas el Saffiyat– que el poeta compuso en su honor. Pero las intrigas de los envidiosos y la falta de astucia de Mutanabbi, cuyo feroz carácter le impedía defenderse de las intrigas, los separaron.
Comenzó entonces un vagabundeo que, después de las glorias que conoció junto al príncipe de Alepo, hubo de ser muy amargo. En septiembre de 957 tuvo que componer un panegírico en honor del visir Kafur de Fostat, en el Cairo Viejo, y la falta de sinceridad es evidente en el poema. Kafur era un esclavo etíope y eunuco, brillante estadista, pero muy distinto del temerario al-Dawla. Después de una agrio ruptura, Mutanabbi se vio obligado a huir, dejando atrás los más ofensivos poemas burlescos, en los que quedan manifiestas la hiel y la rabia.
Hubo de buscar nuevos patronos, ninguno satisfactorio. El poeta, iracundo, ve cómo se repiten los días extenuantes de su juventud, en los que tanto se fatigó buscando un patrono digno de su pluma. En 965, cuando su caravana se acercaba a las puertas de Bagdad, fue sorprendido por los beduinos de la tribu Assad. Mutanabbi y su hijo son acuchillados –se cree que por órdenes de Kafur– y los manuscritos del poeta se pierden en las arenas del desierto.
Abú-l-'Alá' al-Ma'arri (973-1057 ó 1058)
A partir del año 1000, se inicia la llamada segunda época abbási, de franca decadencia literaria. Con el transcurso de los años, la poesía mira cada vez más a la elegancia de la expresión y a ela riqueza del lenguaje mientras que el contenido pierde poco a poco importancia. La aparición insólita e inesperada de un poeta ilustre es la de Abú-l-'Alá' al-Ma'arri (973-1057 ó 1058), del que contamos con dos colecciones: una, Saqt az-land (Chispas del eslabón), recoge las primeras poesías, las menos originales; la otra, Luzumiyat (Obligaciones de lo que no obliga), refleja su desprecio por la vida, cantada con acentos llenos de amargura y escepticismo.
La noche es una novia
Aunque con vestido negro hay tal vez una noche tan hermosa como el alba.
En ella nos precipitamos con alegría cuando se detuvo, inquieta, la Pléyade de estrellas.
La noche es una novia oscura que usa collares de perlas.
Esta noche el sueño huyó de mis párpados tal como lo que tranquiliza se evade del corazón del temeroso.
Se diría que la luna creciente desea la Pléyade y que juntas se abrazan para un primer adiós.
¡Ay, nosotros los náufragos!
¿Cómo podrían salvarnos dos estrellas, que en lo oscuro también han naufragado?
La Quilla de la nave Argos es como la mejilla roja de la amada, como el cuerpo del amante en el amor.
Sus pies estelares se mantienen detrás de él y él está en lo imposible
como el que camina con los tobillos quebrados.
Luego se blanquearon las sienes de la noche
que se alarmó de estar tan desamparada: bajo el azafrán ocultó la aurora .
El camino del sediento
Muchos protegen sus mejillas de los besos
y no saben qué polvo vendrá a apoderarse de ellas.
Otros atan a su cuello todas las desdichas del mundo
y ni siquiera pueden soportar su propio collar.
Puede ser que el sediento que va hacia el manantial sólo encontrará allí la muerte .
Una palabra de eternidad
Me he alejado de los hombres hasta que no hubiera ya ni uno que se dijera mi hermano,
y defendí a mis enemigos al grado de que nadie me vuelva a considerar un enemigo.
La desdicha se me volvió fácil de soportar como si empezara a amarla.
Se diría que soy una palabra en la lengua de la eternidad, una palabra cargada de fines infinitos.
Algunos insisten en que quieren comprenderme, como si machacaran un sentido multiplicado.
Si sólo a mí me dieran el paraíso, detestaría esa soledad celeste.
¡Que las nubes que en todos lados se esparcen no lluevan ni sobre mi tierra ni sobre mí!