Una de las leyendas más interesantes sobre Al-Zuhara incluye a dos ángeles, Harut y Marut, y tiene lugar algún tiempo después de la muerte de Ádam, en la época en que la humanidad se había vuelto tan pecadora que los ángeles estaban indignados y despreciaban a los humanos por su debilidad y frivolidad.
Decidió Dios poner a los ángeles a prueba a fin de comprobar cómo se manejarían éstos en las mismas circunstancias. Les ordenó que eligieran de entre ellos mismos a dos de los más eruditos y piadosos. Cuando Harut y Marut fueron elegidos, Dios les dotó de los deseos y sentimientos de los humanos y les envió a la tierra para que vivieran como los hombres. Únicamente les ordenó: No debéis beber, adorar a ningún ídolo o desear a un ser humano.
Poco después de llegar a la tierra se encontraron a una mujer muy hermosa, Al-Zuhara, que era bella como las estrellas mismas. Ansiaban su amor, mas ella les dijo:
- “Sólo sucumbiré ante vosotros si adoráis los ídolos de mi pueblo”.
Los ángeles rehusaron pecar contra Dios y Al-Zuhara se marchó. Unos días más tarde regresaron a su casa y de nuevo le suplicaron sus favores.
- Consentiré cuanto me pidáis si prometéis hacer una de estas tres cosas: adorar a un ídolo, dar muerte a un hombre o beber vino.
- “¡Jamás!”- respondieron ambos ángeles, alejándose tristemente.
De nuevo fueron en su busca y esta vez, vencidos por el deseo, consintieron en beber vino con ella. Mientras que, ebrios, se divertían, vieron que otro hombre les observaba y temiendo que les delatara, le dieron muerte.
En el cielo, los ángeles se asombraron de lo que les había sucedido a sus hermanos, los mejores y más fuertes de entre ellos. Percatándose de que la vida de los humanos era más difícil de lo que creyeran, se apiadaron de ellos y rogaron a Dios que les perdonara sus pecados.
En cuanto a Al-Zuhara, había aprendido de los dos ángeles las palabras necesarias para ascender al cielo y en cuanto estuvo sola las pronunció y se vio levantándose hacia el firmamento, por el cual deambuló entre las estrellas. Cuando cansada de explorar quiso regresar a la tierra, descubrió que había olvidado las palabras que la bajarían. Así que Dios la transformó en una estrella fijándola a la bóveda del cielo, donde permanecería hasta el final de los tiempos.
La Piedra y el Arbol
Cuento sufí
Había una vez un sabio que vivía en Abdadam, cuyo refugio estaba siempre rodeado de discípulos, gente que había llegado desde muy lejos y desde cerca para escuchar su sabiduría y tratar de adquirir conocimientos y realización espiritual.
A veces les hablaba; otras veces no. A veces les leía libros; en otras les daba actividades a realizar.
Los discípulos trataron, por décadas, de entender el significado de sus palabras, de penetrar en la profundidad de sus signos y de sus símbolos, y en todas formas posibles, de estar más cerca de su sabiduría.
Aquellos que entendían lo que él enseñaba eran los que no consumían su tiempo tratando de analizar el porqué de todo. Cultivaban la paciencia y la atención, evitando ver por asociaciones verbales de libros y de frases citadas.
El resto, la gran mayoría –como es común–, estaban a veces excitados, a veces deprimidos, pero siempre codiciosos aunque fuera de sabiduría o de aquello que consideraban que era su propio bienestar. Tenían toda clase de excusas para su modo de pensar y actuar, excepto las verdaderas.
Finalmente, luego de muchos años, uno de este grupo cobró ánimo para abordar al sabio directamente y le dijo: “Hay algunos de nosotros, Oh Sabio, que hemos estado tratando de seguir el Camino del Conocimiento durante toda nuestra vida. Nos estamos haciendo viejos y sentimos que debemos decirte desde lo más profundo de nuestro corazón que necesitamos más indicaciones acerca de cómo deberíamos proceder”.
El Viejo Sabio suspiró largamente y contestó: “Vengan conmigo a la orilla del mar, y les mostraré algo que les dirá todo, pero no sé si están en condiciones de oírlo”.
En la playa cubierta de piedras, los cantos rolados llegaban y se alejaban involuntariamente con el incesante vaivén de las olas, en medio de un sordo tronar submarino. El Viejo tomó una del agua y preguntó al discípulo: “¿Cuánto tiempo ha estado esta piedra aquí?”
El hombre dijo: “Está bastante gastada, y empequeñecida; debe haber estado rolando de aquí para allá por muchos milenios”.
“Ahora”, dijo el Sabio, “tómala, pártela y dime qué encuentras”.
Rompieron la piedra y vieron que adentro había más de lo mismo de lo que había fuera.
“Observen” dijo el Sabio, “que a pesar de haber estado sumergida en el océano por incontables años, la médula de esta piedra está tan seca como si nunca hubiera estado siquiera cerca del agua. Ustedes, gente, son como esta piedra. Rodeados de sabiduría, con vuestra necedad impiden que ella los penetre. Pero hay un talismán que permitirá que la cualidad transformadora se difunda en lo más profundo de vuestro ser, a diferencia de esta piedra, que no tiene oportunidad alguna.
Esta cualidad es la contención de los impulsos y pareceres personales, la constancia en el trabajo y la honestidad para consigo mismos y para con el objeto de su búsqueda; estos tres elementos ustedes los llamarán tres cualidades separadas, pero en realidad son una sola”.
Luego, llevó a sus seguidores hacia una colina que daba al mar, en donde a pesar de la aridez del lugar, en medio de las nómadas dunas de arena, un magnífico árbol se elevaba hacia el cielo.
“Este árbol”, dijo, “puede vivir y crecer alto y lleno de ramas y frutos en donde ningún otro puede hacerlo. Esto es posible para él solamente porque ha hecho valiosos esfuerzos, signados por la cualidad interior de la semilla que le dio nacimiento, para penetrar profundamente en la tierra a fin de encontrar agua, hasta llegar a la fuente de vida, el manantial que corre oculto, por debajo de toda esta aridez.
Aprendan la lección, mis amigos”