EL SEGUNDO ROMANCE
es de cómo los infantes de Lara se despidieron
de su madre y vieron malos agüeros
En las sierras de Altamira,
que dicen del Arabiana,
aguardaba don Rodrigo
a los hijos de su hermana:
no se tardan los infantes
y el traidor mal se quejaba;
grande jura estaba haciendo
sobre la cruz de su espada,
quien detiene a los infantes
él le sacaría el alma.
Deteníalos su ayo,
muy buen consejo les daba,
el viejo Nuño Salido,
el que los agüeros cata.
Ya todos aconsejados,
con ellos él caminaba;
con ellos va la su madre
una muy larga jornada:
¡Adiós, adiós, los mis hijos,
presta sea vuestra tornada!
Ya se parten de la madre;
en Canicosa el pinar
agüeros contrarios vieron
que no son para pasar:
encima de un seco pino
una aguililla caudal,
mal la aquejaba de muerte
el traidor del gavilán.
Vido el agüero don Nuño:
—Salimos por nuestro mal,
siete celadas de moros
aguardándonos están.
Por Dios os ruego, señores,
el río no heis de pasar,
que aquel que el río pasare
a Salas no volverá.
Respondióle Gonzalvico
con ánimo singular,
era menor en los días,
mas muy fuerte en pelear:
—No digas eso, mi ayo,
que allá hemos de llegar.
Dio de espuelas al caballo,
el río fuera pasar.
TERCER ROMANCE
De cómo se empezó la batalla con los moros
Saliendo de Canicosa
por el val del Arabiana,
donde don Rodrigo espera
los hijos de la su hermana,
por el campo de Almenar
ven venir muy gran compaña,
muchas armas reluciendo,
mucha adarga bien labrada,
mucho caballo ligero,
mucha lanza relumbraba,
mucho pendón y bandera
por los aires revolaba.
Alá traen por apellido,
a Mahoma a voces llaman;
tan altos daban los gritos,
que los campos retemblaban:
—¡Mueran, mueran —van diciendo—
los siete infantes de Lara!
¡Venguemos a don Rodrigo,
pues que tiene de ellos saña.
Allí está Nuño Salido,
el ayo que los criara,
como ve la gran morisca
desta manera les habla:
—¡Oh los mis amados hijos,
quién vivo ya no se hallara
por no ver tan gran dolor
como agora se esperaba!
¡Ciertamente nuestra muerte
está bien aparejada!
No podemos escapar
de tanta gente pagana;
vendamos bien nuestros cuerpos
y miremos por las almas;
no nos pese de la muerte,
pues irá bien empleada.
Como los moros se acercan,
a cada uno por sí abraza;
cuando llega a Gonzalvico,
en la cara le besaba:
—¡Hijo Gonzalo González,
de lo que más me pesaba
es de lo que sentirá
vuestra madre doña Sancha;
érades su claro espejo,
más que a todos os amaba!
En esto llegan los moros
traban con ellos batalla;
espesos caen como lluvia
sobre la gente cristiana;
los infantes los reciben
con sus adargas y lanzas,
"¡Santiago, cierra, Santiago!",
a grandes voces llamaban.
Muy cruda es la batalla, y don Rodrigo, apartado con su gente, se negaba a entrar en ella; ya los siete hermanos, de cansados, apenas pueden levantar las armas. Hasta ese moro Alicante, condolido de verlos defenderse en tal angostura, les da una tregua, los acoge en su tienda y les repara con viandas y bebida. Mas Rodrigo, el traidor contra su sangre, se acerca allí para recriminar al moro aquella piedad que había de enojar muy mal a Almanzor. Los moros tienen que volver al campo a los siete Infantes, y peleando con ellos en desigual y porfiada batalla, les van dando muerte en presencia de Ruy Velázquez.