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lunes, 15 de julio de 2013

La leyenda de las Cien Doncellas.

   Esta leyenda castellana bien puede significa, en su esencia, los onerosos tributos que los reinos cristianos debían pagar al califato, pues, generalmente, se sitúa en los tiempos de Abd al-Rahman III.
   Según dice la leyenda, este califa impuso la obligación de enviar, cada año, cien doncellas, escogidas entre las más bellas y fuertes, a los castellanos, leoneses y navarros. Durante muchos años los cristianos cedieron a este vergonzoso tributo y así podían verse caravanas de mujeres que pasaban a Córdoba, Sevilla y Granada para convertirse en esclavas o concubinas.
   En cierta ocasión, estaba reunida la nobleza cristiana de los diferentes reinos, cuando llegaron los mensajeros del califa a reclamar el tributo.
   El conde Fernan González, se levantó indignado y dijo que esas doncellas, desde luego, no iban a ser castellanas y animados por esta respuesta, lo mismo contestaron los reyes de León y de Navarra. Y por si esto fuera poco, los mensajeros del califa fueron decapitados allí mismo.
   Esta afrenta no podía quedar impune por parte de Abd al-Rahman III que, al frente sus tropas, salió a castigar la osadía de aquellos cristianos que, además , eran sus tributarios. Allí por donde pasaban las fuerzas califales, sembraban el pánico y la destrucción. cosechas arruinadas, pueblos incendiados, mujeres violadas y hombres ahorcados al lado de los caminos...Tantos eran los desastres que el rey de León decidió reunir a sus nobles y ver qué se podía hacer ante semejante situación. Las tropas musulmanas eran numerosas, bien pertrechadas, mientras que las de los cristianos estaban en inferioridad de condiciones en todos los sentidos. Ya veían que los reinos perecerían y que las cien doncellas en cuestión que no habían sido entregadas de buen grado, se las iban a arrebatar por la fuerza.
   El rey de Navarra sugirió plantear batalla encomendándose a  San Yago, milagroso santo enterrado en Galicia que, en otras ocasiones ya les había prestado su favor contra la morisma, como fue en el caso de Clavijo, cuando, montado en un caballo blanco, les ganó la partida a los musulmanes. Por su parte, Fernán González dijo que también en Castilla, tenían un buen protector, San Millán de la Cogolla, que no había de desampararles en un trance como el que se proponían afrontar.
   El rey de León decidió aceptar el reto, y tanto los nobles como las fuerzas preparadas para la lucha, pasaron una noche entera rezando, en la seguridad de que saldrían derrotados, pero había que intentarlo todo antes de seguir con aquel tributo que mancillaba su honor como caballeros y como hombres. Nunca más saldrían cien doncellas cristianas para tierras moras.

 Los dos ejércitos se avistaron desde lejos. Las fuerzas musulmanas infundían pavor, y los abanderados cristianos, temblando, levantaron los pendones de Asturias, Zamora, León, Castilla y Navarra. Bajo el sol brillaba la media luna sarracena y los pendones bordados con las alabanzas a Alá. Los cristianos antes de entrar en batalla, se hincaron de rodillas y rezaron, una vez más, a Santiago y San Millán para que les infundieran fuerza en los brazos y ánimo en el corazón, aunque la mayoría, lo que hicieron, fue prepararse para morir.
   Desde un alto, vieron los musulmanes que los cristianos estaban arrodillados, como si estuvieran ya vencidos antes de empezar a luchar y no dudaron en lanzar las tropas contra ellos. Pero sucedió que, de repente, aparecieron en el campo cristiano dos caballeros, uno montando un brioso corcel blanco y otro a lomos de un alazán negro. Sus espadas refulgían de entre todas las que se batían, tanto cristianas como sarracenas, con un brillo singular, que cegaba, mientras cada golpe que daban con ellas, resultaba mortal. Cercados por los moros, los dos misteriosos caballeros se deshacían de ellos derribandolos con la fuerza de sus mandobles...animados los cristianos al ver que no todo estaba perdido, redoblaron sus esfuerzos. El suelo se tiñó de sangre, rodaban las cabezas y los jinetes morían bajo el peso de sus propios caballos. La batalla estaba decidida del lado cristiano y aunque los moros pidieron clemencia, no se les concedió. Más de siete mil musulmanes murieron en aquel día terrible y los que sobrevivieron, fueron pasados a cuchillo. Los cadáveres se llevaron a una cueva y , después, se trajeron cuarenta lobos de Asturias para que los devorasen.
   Grande fue la alegría en todos los reinos cristianos. Se dice que las fiestas duraron más de 9 días y que el rey de León buscó a los dos caballeros, que nadie reconocía como pertenecientes a sus mesnadas, para agradecerles su providencial ayuda. Todo fue en vano, no los pudieron encontrar, ni a ellos ni a sus caballos. Entonces cayeron en la cuenta de que, sin duda, se trataba de los dos santos invocados, San Millán y Santiago apóstol que habían escuchado las súplicas cristianas.