EL FINAL DE AL-HAKAM.
Durante un cuarto de siglo se extendió el reinado de este emir, al que la historia considera cruel y vengativo. No será indiferente en materia religiosa y aceptará los dictámenes de los alfaquíes, aunque sean en su contra. Respetará a sus mujeres, y sólo las repudiará en el caso de que sean estériles, y las animará a que sean piadosas y hagan obras de caridad.
Gustaba de la caza y de los certámenes poéticos, pues era muy culto y un buen versificador. Pero después de los sucesos del Arrabal, su carácter cambió y la desconfianza, que era típica en él, todavía se acentúo más. Su salud se alteró y apenas salía del palacio, siempre custodiado por su guardia personal. Nada le importaba ya lo que dijesen de él, sólo quería salvaguardar la unidad política de su reino para el que fuera su sucesor.
El 6 de mayo de 822, día de la Fiesta de los Sacrificios, en una audiencia solemne en el Alcázar de Córdoba, designa a su primogénito Abd al-Rahman, como heredero, y también nombra un segundo sucesor, su hijo, al-Mugira, por si el primero falleciese prematuramente. Después se retiró con sus mujeres y sus fieles eunucos, a sus habitaciones de las que ya no volvió a salir. Moría 15 días después y fue enterrado junto a su padre y su abuelo. Su testamento político se basaba en sólo dos palabras: firmeza y justicia.
Su muerte fue un alivio para todos los súbditos de al-Andalus en general, y de los cordobeses en particular. Sin embargo, el reino quedaba pacificado casi por completo.
ABD AL-RAHMAN II
El hijo predilecto de al-hakam se parecía muy poco a su padre. Tenía poco más de treinta años cuando heredó el trono y había desempeñado importantes misiones en vida de su progenitor. A él si le importaba el juicio de sus súbditos y mandó ejecutar, cuando su padre estaba moribundo, al odiado conde Rabí, el recaudador cristiano de impuestos, que tan buenos servicios prestara a su padre. Esta acción le ganó el favor de los cordobeses y el de los alfaquíes, cuando ordenó derribar el mercado del vino. Las masas y los círculos religiosos vieron con simpatía al nuevo emir. Para él todo iba a resultar más fácil que para su antecesor.
A su advenimiento, sólo su viejo tío al-Balansí, que gobernaba Valencia, intentó extender las fronteras de sus dominios hacia la región de Tudmir, y si esto le resultaba bien, seguir las conquistas, con las miras siempre puestas en alcanzar Córdoba. Pero Abd al-Rahman II no tuvo siquiera que combatirle, pues en un viaje hacia Tudmir, sufrió un ataque de parálisis que le llevó a la tumba un año después. Los territorios valencianos volvían al poder omeya y se regían por un walí enviado por Córdoba.
También tuvo que soportar rebeliones, pero nada comparable a lo que sufrió su predecesor. En el país de Tudmir, los árabes divididos en clanes: mudaríes y yemeníes, se enzarzaron en estériles luchas entre ellos. Abd al-Rahman dejó que se agotasen, sin intervenir hasta que, al final, envió una milicia que puso orden, causando muchas muertes entre los revoltosos. Ocupó Tudmir, derruyó la capital y edificó una nueva: Murcia, enviando un gobernador afecto a Córdoba.
Hubo levantamientos de bereberes en el distrito de Ronda, y en la región de Algeciras, así como entre las poblaciones, muy poco islamizadas, de las islas de Mallorca y Menorca, todas controladas con rapidez, y como no podía ser menos, también los toledanos le dieron qué hacer. El 15 de junio de 837, las tropas de Córdoba al mando de un hermano del emir, al Walid, entraba en Toledo. Reconstruyó la ciudadela que levantara Amrus, que los rebeldes habían asolado, y se instaló en la ciudad un gobernador omeya junto a una fuerte guarnición militar.
Concha Masiá. De su libro al-Andalus.