Seguidores

jueves, 3 de julio de 2014

La batalla de Navas de Tolosa.

La batalla de Las Navas de Tolosa, llamada en la historiografía árabe Batalla de Al-Uqab (معركة العقاب), enfrentó el 16 de julio de 1212 en las inmediaciones de la población jienense de Santa Elena a un ejército aliado cristiano formado en gran parte por las tropas castellanas de Alfonso VIII de Castilla, las navarras de Sancho VII de Navarra y las aragonesas de Pedro II de Aragón contra el ejército numéricamente superior del califa almohade Muhammad An-Nasir. La batalla fue el resultado de la cruzada emprendida por el rey Alfonso VIII, el arzobispo de Toledo Rodrigo Ximénez de Rada y el papa Inocencio III contra los almohades (musulmanes que dominaban Al-Ándalus). Saldada con una importantísima victoria del bando cristiano, esta batalla fue el punto álgido de la Reconquista y el principio del fin de la presencia musulmana en la península ibérica.

Antecedentes

Esta decisiva batalla fue el resultado de la cruzada organizada en España por el rey Alfonso VIII de Castilla, el arzobispo de Toledo Rodrigo Ximénez de Rada y el papa Inocencio III contra los almohades musulmanes que dominaban Al-Ándalus desde mediados del siglo XII, tras la derrota del rey castellano en la batalla de Alarcos (1195), que había tenido como consecuencia llevar la frontera hasta los Montes de Toledo, amenazando la propia ciudad de Toledo y el valle del Tajo.
Al tenerse noticia de la preparación de una nueva ofensiva almohade, Alfonso VIII, después de haber fraguado diferentes alianzas con la mayoría de los reinos cristianos peninsulares, con la mediación del Papa, y tras finalizar las distintas treguas mantenidas con los almohades, decide preparar un gran encuentro con las tropas almohades que venían dirigidas por el propio califa Muhammad An-Nasir, el llamado Miramamolín por los cristianos (versión fonética de «Comendador de los Creyentes», en árabe). El rey buscaba desde hacía tiempo este encuentro para desquitarse de la grave derrota de Alarcos.
Fuerzas cristianas
El ejército cristiano estaba formado por:
Las tropas castellanas al mando del rey Alfonso VIII de Castilla, el alma de la batalla y el coordinador, junto con 20 milicias de Concejos Castellanos, entre ellas las de Medina del Campo, Madrid, Valladolid, Segovia, Soria, Ávila, Palencia, Almazán, Medinaceli, Béjar y San Esteban de Gormaz. Constituían el grueso de las tropas cristianas. Su abanderado era don Diego López II de Haro, quinto señor de Vizcaya. A este caballero encomendó Alfonso VIII el reparto del botín tras la batalla, del que dicen las crónicas castellanas que no se quedó nada para su propio provecho.
Las tropas de los reyes Sancho VII de Navarra, Pedro II de Aragón y Alfonso II de Portugal. En su mayoría eran catalanes y aragoneses almogávares que al año siguiente lucharían en la Batalla de Muret. Las tropas portuguesas acudieron a la llamada de cruzada, pero no contaron con la presencia de su rey.
Las tropas de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava, San Lázaro, Temple y San Juan (Malta).
Un gran número de cruzados provenientes de otros estados europeos o ultramontanos, llamados así por haber llegado desde más allá de los Pirineos. Estos guerreros, en su mayoría franceses, llegaron atraídos por el llamado del papa Inocencio III, quien a su vez había sido contactado por el Arzobispo de Toledo, Ximénez de Rada. Muchos de ellos no llegaron a participar en la batalla. Entre los convocados extranjeros figuraban también tres obispos, los de las ciudades francesas de Narbona, Burdeos y Nantes.
Al igual que el portugués, tampoco participó en la contienda el rey de León Alfonso IX; aunque ansiaba acudir a la batalla, convocó una Curia Regia que le recomendó que exigiera condiciones para participar en la campaña, y así, Alfonso IX respondió a su homólogo castellano que acudiría gustoso en cuanto se le devolvieran los territorios que le pertenecían. Por ello, Alfonso VIII pidió la mediación del Papa, para evitar cualquier ataque leonés. Inocencio III accedió y amenazó con la excomunión a todo aquel que se atreviera a violar la paz mientras los castellanos lucharan contra los musulmanes. Este hecho contrasta con lo sucedido años atrás, cuando el mismo Papa había obligado al monarca castellano, sin éxito, a devolver esos castillos a Alfonso IX. Ante esto, para no romper el edicto del Papa y evitar la excomunión, el rey leonés se dedicó a recuperar sólo aquellas plazas que estaban dentro de las fronteras de León, evitando así el enfrentamiento en tierras castellanas. No obstante, y a pesar de ir en contra de sus intereses a corto plazo, consintió que acudieran a la batalla contra los almohades tropas y caballeros leoneses, gallegos y asturianos, de los cuales destacan: don José Bernaldo de Quirós, Vizconde de las Quintanas y Señor de Quirós, don Manuel de Valdés, don Fernando Lamuño y Lamuño, Señor de Salas y don Francisco de la Buelga, Caballero de la Orden de Santiago.
El número de los combatantes cristianos es discutible, pero con los trabajos más recientes se cree que pudieron llegar a unos 3.500 a 5.500 jinetes y 7.000 a 12.000 infantes (según las estimaciones de Martín Alvira Cabrer). A partir de los datos sobre el tamaño de su campamento, en 1999, el historiador Vara Thorbeck estimaba unos 12.000 hombres en total, lo que Alvira juzga como estimación bien fundada.
Fuerzas musulmanas
El ejército cristiano tenía un tamaño ciertamente respetable, pero el gran número de tropas convocadas por el Califa almohade Muhammad An-Nasir (Miramamolín para los cristianos) hacía que pareciera pequeño a su lado. Su tamaño fue enormemente exagerado por las crónicas cristianas, llegando a hablarse hasta de 300.000 a 400.000 hombres, si bien hoy en día se tiende a cifrar su número en más de 20.000. Su composición no era menos internacional que la de su oponente:

En primera línea se situaba la infantería ligera marroquí reclutada en el Alto Atlas.
Tras ésta se disponían los infantes voluntarios de Al-Ándalus, mejor armados que los marroquíes y encargados de detener las filas enemigas. Ese día, sin embargo, reinaban los recelos entre la guarnición andalusí debido a la ejecución de Ibn Cadis, el jefe de la guarnición musulmana en la fortaleza de Salvatierra, al que los cristianos dejaron marchar a cambio de rendir la plaza, y que, apenas llegado a territorio almohade, fue degollado por orden del sultán. Esto tendría consecuencias decisivas en la moral de las tropas andalusíes durante la batalla.
El propio ejército almohade se encontraba detrás de los andalusíes, con la potente caballería africana, que había sido la pesadilla de los ejércitos cristianos, cubriendo los flancos. La mayoría de sus veteranos y bien armados hombres procedían del noroeste de África, pero entre sus filas no faltaban tampoco los guerreros de todos los rincones del Islam atraídos por la llamada a la Guerra Santa.
Tras la caballería almohade, que combatía con lanza y espada, se encontraban contingentes de arqueros a caballo turcos conocidos como Agzaz. Esta unidad de mercenarios de élite había llegado a la Península tras haber sido capturados en lo que ahora es Libia durante la guerra que mantenían los almohades del Magreb con los ayubíes de Egipto.
Al final, formando una apretada línea en torno a la tienda personal del sultán, se encontraba la llamada Guardia Negra (también denominados imesebelen), integrada por soldados-esclavos fanáticos procedentes del Senegal. Grandes cadenas y estacas los mantenían anclados entre sí y al suelo, de tal manera que no les quedaba otra alternativa que luchar o morir. Desde su tienda, el sultán arengaba a sus tropas vestido completamente de verde (el color del Islam), con un ejemplar del Corán en una mano y una cimitarra en la otra. En las filas musulmanas abundaban los líderes religiosos y santones tanto como los monjes y sacerdotes en las cristianas, exhortando a ambos bandos a una lucha sin tregua.
Como curiosidad cabe destacar que, según la leyenda, las cadenas que mantenían atados a esos imesebelen, la Guardia Negra del califa, son las que incorporó Sancho VII al escudo de Navarra y que aquel ejemplar del Corán tenía una enorme esmeralda en el centro, la cual también añadiría el monarca navarro a dicho escudo.
Movimientos previos
El ejército cristiano se reunió en Toledo al inicio del verano de 1212 y avanzó hacia el sur al encuentro de las huestes almohades. Durante la marcha inicial, tras la toma de Malagón, se produjo la deserción y abandono de casi todos los ultramontanos por el calor y las incomodidades y, sobre todo, por no estar de acuerdo con la política a seguir, dictada por el jefe del contingente cristiano, Alfonso VIII. Un nuevo motivo de disputa fue la posterior toma de la ciudad de Calatrava (Calatrava la Vieja), donde las tropas permanecieron detenidas para disgusto de alguno de los cruzados que querían ir directamente al encuentro de las tropas almohades. Alfonso VIII, entre otras normas, había dictado la de mantener un trato humanitario para con los musulmanes en el caso de que fueran vencidos y no llevar al último grado ni el pillaje ni los asesinatos y los malos tratos que se habían producido tras la toma de Malagón. Anteriormente, las mismas tropas ultramontanas habían causado importantes disturbios en Toledo, destacando los asaltos y asesinatos en su judería.
La partida de los casi 30.000 ultramontanos (sólo eligieron quedarse 150 caballeros del Languedoc, con el obispo de Narbona a la cabeza) mermó en buena medida las huestes cristianas, pero el ejército restante de 70.000 hombres seguía siendo uno de los más grandes que se habían visto en aquellas tierras. Aunque no muy numerosos, después de la conquista de Calatrava, se añadieron 200 caballeros navarros dirigidos por Sancho VII.
Las tropas cristianas se encaminaron hacia la zona rasa en que se encontraban acantonados los musulmanes. Es decir, Navas de Tolosa, o llanos de La Losa, puntos cercanos a la localidad de Santa Elena (donde se ha abierto un Centro de Interpretación de la Batalla), al noroeste de la provincia de Jaén. La previsión era, pues, librar una gran batalla campal. Sin embargo, An-Nasir decidió cortar el acceso del enemigo al valle, y para ello situó hombres en puntos clave, de forma tal que los cristianos quedaron rodeados por montañas, y por tanto con una muy limitada capacidad de maniobra. El escenario cambió entonces radicalmente, y en perjuicio de la coalición, que ahora ya no podría disfrutar del beneficio táctico que le otorgaba el campo abierto, sino o bien retirarse o bien luchar en clara desventaja.
A pesar de todo, los cristianos consiguieron superar la adversidad: harían el movimiento de aproximación al enemigo por el oeste, a través de un paso llamado Puerto del Rey, que les permitió cruzar la sierra para luego, ya en terreno llano, marchar contra el rival. Cuentan las crónicas castellanas que quien reveló a las tropas la existencia de esta senda fue un pastor local, a quien algunos autores nombran como Martín Alhaja, mientras otros lo identifican con la aparición de San Isidro.
La batalla
Los ejércitos cristianos llegan el viernes 13 de julio de 1212 a Las Navas, y se producen pequeñas escaramuzas durante el sábado y domingo siguientes. El lunes 16 de julio, cansados de esperar y temiendo las deserciones, atacan a las huestes almohades.
Las tropas almohades provenían de los territorios de Al-Andalus y soldados bereberes del norte de África, reunidas para formar una yihad que expulsara definitivamente a los cristianos de la península ibérica. Habían estado retardando el choque frontal con el fin de conseguir debilitar la unión de las tropas cristianas y agotar las fuerzas de éstas por agotamiento de los suministros.
Los castellanos de segunda línea, al mando de Núñez de Lara, y las Órdenes Militares formaban en el centro flanqueados, a la derecha, por los navarros y las milicias urbanas de Ávila, Segovia y Medina del Campo y, a la izquierda, por los aragoneses.
Tras una carga de la primera línea de las tropas cristianas, capitaneadas por el vizcaíno don Diego López II de Haro, los almohades, que doblaban ampliamente en número a los cristianos, realizan la misma táctica que años antes les había dado tanta gloria. Los voluntarios y arqueros de la vanguardia, mal equipados pero ligeros, simulan una retirada inicial frente a la carga para contraatacar luego con el grueso de sus fuerzas de élite en el centro. A su vez, los flancos de caballería ligera almohade, equipada con arco, tratan de envolver a los atacantes realizando una excelente labor de desgaste. Recordando la batalla de Alarcos, era de esperar esa táctica por parte de los almohades. Al verse rodeados por el enorme ejército almohade, acude la segunda línea de combate cristiana, pero no es suficiente. La tropa de López de Haro comienza a retirarse, pues sus bajas son muy elevadas; no así el propio capitán, el cual, junto a su hijo, se mantiene estoicamente en combate cerrado junto a Núñez de Lara y las Órdenes Militares.
Al notar el retroceso de muchos de los villanos cristianos, los reyes cristianos al frente de sus caballeros e infantes inician una carga crítica con la última línea del ejército. Este acto de los reyes y caballeros cristianos infunde nuevos bríos en el resto de las tropas y es decisivo para el resultado de la contienda. Los flancos de la milicia cargan contra los flancos del ejército almohade y los reyes marchan en una carga imparable. Según fuentes tardías, el rey Sancho VII de Navarra aprovechó que la milicia había trabado combate a su flanco para dirigirse directamente hacia Al-Nasir. Los doscientos caballeros navarros, junto con parte de su flanco, atravesaron su última defensa, los im-esebelen, una tropa escogida especialmente por su bravura que se enterraban en el suelo o se anclaban con cadenas para mostrar que no iban a huir. Sea como fuere, lo más probable es que la unidad navarra fuera la primera en romper las cadenas y pasar la empalizada, lo que, tradicionalmente se ha dicho, justifica la incorporación de cadenas al escudo de Navarra.8 Mientras la guardia personal del califa sucumbía fiel a su promesa en sus puestos, el propio An-Nasir se mantenía en el combate dentro del campamento.
El degüello dentro de la empalizada de Miramamolín fue terrible. El hacinamiento de defensores y atacantes en este punto y la conciencia de estar dilucidando la suerte suprema de la batalla, espolearía el desesperado valor de unos y otros. En las Navas, los arqueros musulmanes, principal y temible enemigo de los caballeros, sobre todo por la vulnerabilidad de sus caballos, no podrían actuar debidamente cogidos ellos mismos en medio del tumulto. La carnicería en aquella colina fue tal que después de la batalla, los caballos apenas podían circular por ella, de tantos cadáveres como había amontonados. El ejército de Al-Nasir se desintegró. En la terrible confusión cada cual buscó su propia salvación en la huida, incluido el propio califa.
La precipitada huida a Jaén de An-Nasir proporcionó a los cristianos un ingente botín de guerra. De este botín se conserva la bandera o pendón de Las Navas en el Monasterio de Las Huelgas en Burgos. Se considera el mejor tapiz almohade de los que hay actualmente en España.
Cuando Carlos III colonizó estas tierras, fundó La Carolina y una aldea dependiente de ella, llamada «Venta de Linares» por existir allí dicha venta. Posteriormente se le cambió el nombre inicial por el de «Navas de Tolosa» en honor a la célebre victoria, hecho que ha creado frecuentemente confusión acerca de la precisa localización del campo de batalla. Hoy son abrumadoras las evidencias del lugar exacto y todos los investigadores lo aceptan. Es aconsejable leer las excelentes aportaciones, referencias externas n.º 1, 2 y 3 de este artículo, de varios autores. Los trofeos de la Batalla de Las Navas de Tolosa se encuentran en la iglesia de San Miguel Arcángel de Vilches y están compuestos por la Cruz de Arzobispo D. Rodrigo, una bandera, una lanza de los soldados que custodiaban a Miramamolín y la casulla con la que el arzobispo ofició misa el mismo día de la batalla. Actualmente están expuestos en esta iglesia para que puedan ser visitados.
Consecuencias
Como consecuencia de esta batalla, se puso fin a la hegemonía musulmana en la península ibérica, que entra en su declive definitivo, y la Reconquista tomó un nuevo impulso que produjo en los siguientes cuarenta años un avance significativo de los reinos cristianos, que conquistaron casi todos los territorios del sur bajo poder musulmán. Consecuencia inmediata fue la toma de Baeza, que posteriormente retornó a manos almohades. La victoria habría sido mucho más efectiva y definitiva si no se hubiera desencadenado en aquellos mismos años una hambruna que hizo que se demorara el proceso de reconquista. La hambruna duró hasta el año 1225.
La leyenda dice que en recuerdo de su gesta, el rey de Navarra incorporó las cadenas a su escudo de armas, cadenas que posteriormente también se añadieron en el cuartel inferior derecho del escudo de España. Sin embargo, está demostrado que Sancho VII no cambió de escudo después de la batalla. El origen del escudo de Navarra en realidad está en la bloca que solía adornar los escudos, y de la que hay ejemplos anteriores; según Tomás Urzainki se pueden encontrar en la iglesia de San Miguel de Estella (1160), en un relieve de la catedral de Chartres (1164) y en miniaturas de la Biblia de Pamplona (1189); el escudo blocado aparece en los sellos de los reyes Sancho VI el Sabio y Teobaldo I de Navarra, y con el tiempo fue evolucionando y dando lugar a la leyenda.
La fortaleza de Calatrava la Nueva, cerca de Calzada de Calatrava, fue construida por los Caballeros de la Orden de Calatrava, utilizando prisioneros musulmanes de la batalla de Las Navas de Tolosa, entre 1213 y 1217. Llevando a cabo un arduo proceso de reevangelización del territorio que comprendía la construcción nuevos templos y santuarios y la reconstrucción de los primitivos edificios visigodos como el santuario de Santa María del Monte de Bolaños de Calatrava.