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viernes, 1 de marzo de 2013

Abd Allah y la crisis del poder real

   El nuevo emir había nacido, de madre esclava, el 11 de enero de 844, en el mismo año que su hermano al-Mundhir. Tenía los ojos azules y los cabellos rubio-rojizos, como otros príncipes de su dinastía. Era de gustos sencillos, sobrio y de vida modesta, muy culto, buen orador y versado en ciencias religiosas. Parece que conocía tan bien el Corán que lo sabía entero de memoria y que, cada día, recitaba una parte de él. También tenía facilidad para versificar, componiendo muy buenas poesías. Los alfaquíes le dominarán y fomentarán su devoción,  rigorista y estrecha. Siempre contará con el apoyo de los medios clericales, en las circunstancias más adversas, en los crímenes que cometerá, amparándose en la razón de estado, con los miembros de su propia familia. Sin embargo, le interesa la opinión pública y le gusta escuchar, de primera mano, las quejas y los problemas de sus súbditos, a los que, una vez por semana, recibirá en una puerta nueva que manda abrir en el recinto del Alcázar, la Puerta de la Justicia. Jamás deja de asistir a la oración de los viernes en la mezquita mayor, pero, su natural desconfiado, le hace construir una especie de pasarela que le conduce, directamente, desde el palacio a la mezquita.
   La versión tradicional habla de cómo se produjo su llegada al trono, tras la muerte de al-Mundhir mientras sitiaba Bobastro, parece que por una enfermedad que se lo llevó en dos días. Pero algunos historiadores árabes, como Ibn al-Qutiyya e Ibn Hazm, le acusan claramente, de haberse deshecho de su hermano para ocupar el poder, y es muy posible que tengan razón. No era difícil hacerse con un veneno o emplear una lanceta envenenada para hacer una sangría. Esto unido al poco aprecio que parecía sentir Abd Allah por la vida de los que le rodeaban, aunque fuesen sus hermanos o sus hijos, abre el campo a pensar que al-Mundhir no murió de muerte natural.
   El emir Abd Allh, tenía unos cuarenta años cuando accede al trono y siete hijos, que se completarán con otros cuando ya ostente el poder. El mayor, Muhammad, fue designado heredero. Su madre, Durr, "Perla", parece que era una príncesa vascona, bisnieta de Iñigo Arista, llamada doña Iñiga, que se había casado, ya viuda, con el príncipe Abd Allah del que nacería este hijo. Con razón o sin ella, Muhammad iba a tener un destino triste, pues moriría, con apenas veintiséis años, posiblemente por la desconfianza de su propio padre. Aunque las versiones sobre ese desgraciado hecho son diversas, la más aceptada es la siguiente:
el hermano menor de Muhammad, al-Mutarrif, sentía envidia de que este fuese designado para suceder a su padre. Se puso a intrigar con gentes de la corte, hasta que consiguió que Abd Allah lo encarcelase por dudar de su lealtad. Cuando iba a ser liberado por Muhammad por falta de pruebas, Mutarrif entró en la sala donde estaba encarcelado su hermano, en el mismo Alcázar, y lo cosió a puñaladas. Era el 28 de enero de 891. Veintiún días antes, a Muhammad le había nacido un hijo, el que sería Abd al-Rahman al-Nasir. Indignado Abd Allah por la muerte de su presunto heredero, quiere matar a Mutarrif, pero su séquito le convence para que no haya mayor derramamiento de sangre. Pero, parece que la realidad fue muy distinta y que si Mutarrif mató a su hermano, lo hizo con pleno consentimiento del emir.
   Al-Mutarrif tenía cinco años menos que su hermano, y moriría también por la cólera paterna. Los alfaquíes, a los que había ofendido, nunca le perdonaron y hasta es posible que influyesen en el ánimo de Abd Allah para liberarse de él. Al-Mutarrif había matado al visir y general predilecto de su padre, Abd al-Malik ben Abd Allah ben Umayya y se podría decir que el emir se la tenía guardada. Se convenció de que su hijo le traicionaba en la región de Sevilla, por aquel entonces en plena rebeldía y lleno de furor, decidió su muerte. Luego dudó sobre si tomar medida tan extrema, pero los alfaquíes le decidieron a ello. Al-Mutarrif se defendió en su palacio de Córdoba, durante tres días, del acoso de los soldados que iban a prenderle, pero al final fue llevado ante su padre, éste ordenó que se le decapitase de inmediato y que fuera enterrado bajo un mirto de su jardín donde la víctima solía rezar sus oraciones.
   Otros hermanos de Abd Allah corrieron la misma suerte. Bastaba una calumnia, la más leve sombra de sospecha para que se desencadenase la venganza del monarca y así cayeron y hasta fue envenenado un tío suyo, hijo de Muhammad I, llamado Hisham, sin ninguna prueba, pero todos acusados de conspirar contra el emir. Estas tragedias familiares no serán exclusivas del lado musulmán, pues también los cristianos actuarán de forma parecida cuando están en juego la corona y el poder.
   Abd Allah encontró las arcas del estado, completamente repletas, lo que fue una suerte para hacer frente a los gastos oficiales, que él en poco incrementará, pues no es dado al gasto superfluo. Además, cada vez será más difícil recaudar los impuestos, pues en muchas zonas ya no se reconoce el poder central, y por otro lado, el emir no quiere sobrecargar a sus súbditos con más contribuciones.
   A pesar de su temible carácter, también tuvo el emir sus incondicionales, como los hijos de Hashim ben al-Aziz, o los generales ben Umayya, cuya muerte a manos de su hijo, sentirá profundamente, y Ubayd Allah ben Muhammad ben abda, que también es jefe de la cancillería, o el eunuco bard, el Esclavo, hombre de confianza del soberano y colaborador de Abd al-Rahman III.
   A pesar de la influencia que ejercieron los alfaquíes sobre él, Abd Allah, no carecía de sentido político, y se dio  perfecta cuenta de que su reinado no iba a ser un lecho de rosas.El edificio  omeya, tan laboriosamente levantado por sus antecesores, parecía tambalearse por la presiones cristianas y por el particularismo árabe. Sin embargo, no se desespera ante los innumerables problemas que se le presentan y se considera bien pagado si logra allanar el camino a su sucesor, un sucesor que designa muy pronto y que no será ninguno de sus hijos, sino su nieto, el huérfano del infortunado Muhammad, Abd al-Rahman.
   Se dice que el poco amor del que era capaz su corazón lo dedicó por entero a ese niño, inteligente  brillante, por el que se preocupa desde su más tierna infancia, velando por su educación y su desarrollo.
Desde muy pequeño, hace que le acompañe y lo sienta en el trono, mientras le coloca el anillo, como símbolo de que será su sucesor. Todo le hace gracia en ese niño, que también le querrá mucho y tratará siempre, de ensalzar la figura de su abuelo, tratando de hacer olvidar la historia sangrienta que acompaña la vida de su predecesor. Abd Allah, en algunos momentos, mostrará una firmeza de espíritu que cualquier omeya hubiera alabado, y le permitirá obetener alguna victoria inesperada como cuando el rebelde Ibn Hafsum llegue hasta las puertas de Córdoba.