En el siglo IX, Sevilla, después de la capital, Córdoba, era la ciudad más rica y populosa de Andalucía. Sus tierras fértiles y primorosamente trabajadas, le habían dado una prosperidad y un florecimiento únicos. En su población vivían muchos muladíes aunque tampoco era nada despreciable la cantidad de mozárabes, de cristianos que seguían conservando sus iglesias. Los árabes sevillanos pertenecían casi todos a la aristocracia, y generalmente, todos convivían sin más problemas. Estos árabes solían vivir en sus fincas, como auténticos príncipes, pues eran ricos hacendados con grandes posesiones de tierras en las orillas del Guadalquivir. Entre estos terratenientes, los más importantes eran los yemeníes, Banu Hachchach. Otra familia de este clan, con posesiones de olivares e higos en el Aljarafe, eran los Banu Jaldún.
Estas familias árabes patricias mantenían buenas relaciones con el poder de Córdoba, que les había dejado mucha libertad y los gobernadores oficiales tenían orden de no molestarles. Muchos de los miembros de estas familias se habían casado con muladíes tan ricos como ellos, pero todavía predominaba el espíritu de clan. Tal era el caso de los Banu Hachchach, cuya línea materna descendía de príncipes visigodos de los que habían heredado propiedades inmensas.
Los hijos de Witiza, Olmondo, Ardabasto y Rómulo, fueron a ver a Tariq, después de que éste hubiera conquistado media España, para que les permitiese ir a Iriqiya a visitar a Musa ben Nusayr. Tariq les entregó una carta de presentación, en la que exponía los servicios que los príncipes visigodos le habían prestado, entre los que se encontraba el abandonar a Rodrigo en plena batalla, en la batalla que dio paso a los musulmanes a territorio hispano. Musa, a su vez, los envió al califa al-Walid, de Damasco, que les colmó de honores y les devolvió el patrimonio personal de su padre. Ya en su patria, los hermanos se repartieron la herencia: Olmondo se quedó con las propiedades de la Andalucía oriental y se estableció en Sevilla; Ardabasto, eligió Córdoba para vivir, y tomó las fincas próximas a esta ciudad y Rómulo se quedó con las granjas de Toledo que ascendían a mil. Reinando en Damasco Abd al.Mlik, murió Olmedo, dejando a una hija Sara, y dos niños todavía pequeños. Ardabasto aprovechó aquella circunstancia para adueñarse de las tierras de su hermano. Sara, ante esta situación, mandó fletar un barco y se embarcó en él junto a sus dos hermanitos, rumbo a Siria. Desembarcó en Ascalón y desde allí, se desplazó hasta Damasco y expuso ante el califa la injusta situación de la que era objeto por avaricia de su tío, mostrando la concesión de tierras que le otorgara al-Walid. El califa reconoció su derecho, dio las órdenes oportunas para que recobrase su herencia, y la casó con Isa Ben Muzahim, con quien tuvo hijos y la acompañó a su regreso a España. En la corte de Damasco conoció Sara al príncipe Abd al-Rahman, el futuro Emigrado, que cuando llegó a soberano de al-Andalus, tuvo con la princesa visigoda todo tipo de consideraciones y el palacio del emir estaba siempre abierto para ella. Su marido y abuelo del historiador Ibn al Qutiyya, murió en 756 y la viuda volvió a casarse, por consejo del emir, con Umayr ben Sa´id, con quien tuvo un hijo, Habib, que daría lugar a cuatro familias aristocráticas sevillanas, una de ellas la de los Banu Hachchach.
Cuando Abd Allah llega al poder, en los Banu Hachchach, los hermanos Abd Allah, e Ibrahim, eran sus principales representantes. A la cabeza de los Jaldún estaban Durayb ben Uthman y su hermano Jalid. En cuanto a los muladíes sevillanos, los más ricos e influyentes eran los Banu Angelino y los Banu Sabarico, que habían conservado sus nombres en lengua romance.
Hacia 889, Kurayb ben jaldún inició el conflicto. Lo tenía todo, pero quería situarse en primera línea y con su temperamento brutal, decidió aprovecharse de la anarquía que campaba por doquier. Dejó Sevilla y tomando una de sus fincas como cuartel general, se puso al frente de algunos árabes yemenes y de sus clientes beréberes, creando una coalición que, como primera providencia, se dedicará a arremeter contra los muladíes de la providencia Y para aumentar la confusión, alienta actos de bandidaje que cometen los beréberes que le obedecen ciegamente. A su vez, los beréberes de Kurayb son baraníes y odian a su vez , a los beréberes de Burt, que están instalados en las montañas de la región. El rebelde sevillano ajusta una alianza con los insurrectos de Niebla y Sidona y comienza a extender sus proclamas por toda la Andalucía occidental. Como es lógico, se forma una coalición es su contra, integrada por los muladíes más decididos, así como los beréberes de Burt y los clanes opuestos a los yemeníes, es decir, los mudaríes. Los beréberes baranies llegan a atacar los buburbios de Sevilla. El gobernador omeya es derrotado en Tablada y Kurayb no duda en establecer tratos con al-Chilliqí. Ni el uno ni el otro sienten ningún escrúpulo, y el "hijo del Gallego" se estrena saqueando una aldea del Aljarafe de la que obtiene un sustancioso botin. Los caminos se volvieron intransitables. Nadie está seguro ni a salvo de los actos de rapiña y de las cuadrillas de bandidos.
Los muladíes sevillanos no entienden por qué el emir no interviene. Uno de ellos, Muhammad ben Galib, decide marchar a Córdoba y ofrece sus servicios a Abd Allah. Restablecerá el orden en los caminos si se le autoriza a establecerse en la fortaleza de Siete Torres, con un grupo de mozos decididos a actuar.
Con la autorización emiral, el muladí logra que pueda transitarse, de nuevo, entre Ecija y Sevilla, con gran rapidez. Pero Kurayb, que ha conseguido que se le unan los Banu Hachchach, marcha para atacar a Ibn Galib en su castillo. Es rechazado, pero en la lucha muere un aristócrata árabe y aquello se convierte en un asunto de honor. La querella nacida de que un muladí haya matado a un árabe de raza, llega a Córdoba, donde el emir quiere contentar a todos, aunque no sabe muy cómo hacerlo. Tal como solía ser habitual en él, tiró por la calle de en medio. Envió a uno de sus hijos, Muhammad, a que iniciase una investigación y, a la vista de los resultados, tomará una decisión. Llegó el príncipe a Sevilla, junto a un nuevo gobernador omeya, y entre los dos empiezan a dilatar la resolución del problema, esperando que las cosas se arreglen por sí solas.
Los muladíes sevillanos consideran que han ganado la partida, mientras los árabes yemeníes juran que vengarán la afrenta. Para ello, Kurayb ben Jaldún toma el castillo de Coria del Río y Abd Allh ben Hachchach toma Carmona. Los dos golpes se dieron al mismo tiempo y con éxito. Karuyb saquea una isla y roba el ganado de un omeya rico y el príncipe Muhammad avisa al emir para comentarle de cómo se están poniendo las cosas. Abd Allah desea un arreglo entre las dos partes, pero no sabe cómo proceder. Al final, sus visires le aconsejan una solución muy poco ética, pero a la que se recurre para frenar la situación, y es la de matar a Muhammad ben Galib, el muladí que se ha impuesto un cierto orden, y así se hace. Ibn Hachchach se da por satisfecho y devuelve a los omeyas la fortaleza de Carmona.
Pero este asesinato provoca las iras de los muladies, que buscan los apoyos de los bereberes Butr y de los árabes maddíes. El 9 de septiembre llegan a Sevilla los refuerzos de estas dos formaciones pero, a pesar de todo, no desean provocar disturbios graves. Se procedió a hacer una manifestación ante la casa del hijo del emir, pero se les ha unido la plebe que es difícil de controlar y que pronto se enzarza con la guardia del palacio. Aumenta el pelibro y llegan refuerzos para los omeyas, que atacan por la espalda a los muladíes, organizándose una matanza espantosa, que sólo podrán detener los clientes omeyas.
Abd Allah, después de estos sucesos, decretó una amnistía para todos los que hubieran participado en ellos, pero sólo se consiguió una calma, tan pasajera como ficticia. Prosiguieron los asesinatos, por ambos bandos. Murieron varios hermanos del gobernador sevillano Umayya, que a su vez, acosado por Ibrahím ben Hachchach, acabaría por morir peleando, después de degollar a sus mujeres y matar a sus caballos. Fueron días terribles en los que murieron a miles, muladies, musulmanes y cristianos, y entre los primeros fueron los Banu Angelino y los Banu Sabarico.
El emir prefirió dar por buena la falsa noticia de que el gobernador Umayya conspiraba contra él y que por eso había sido eliminado, y le sustituyó por otro. Envió a su tío Hisham a Sevilla como representante oficial, pero en realidad este personaje no era más que un fantoche para cubrir las apariencias. Hisham pronto hubo de recluirse en su palacio, al tiempo que caía asesinado su hijo Mutarrif. Kurayb ben Jaldún e Ibrahim ben Hachachach eran los verdaderos dueños de Sevilla, que sin declararse en rebeldía mantenían a toda la región en un estado de sublevación constante. Aquello no podía continuar y el emir envió a su hijo, el príncipe Mutarrif y a su general preferido Abd Allah ben Umayya, con un ejército que , en teoría, marchaba para restablecer el orden el el Algarve y, una vez en ruta, se desviaron hacia su objetivo real, Sevilla. Kurayb, al saber que el ejército omeya se acercaba a la ciudad, intentó que Hisham convenciera a al-Mutarrif para que cambiara de itinerario, pero no lo consiguió y tuvo que abrir las puertas a las fuerzas leales. Éstas, con rapidez, atacaron varios castillos que ocupaban los rebeldes en Jerez, Arcos y Medina Sidonia. Cuando a finales de septiembre de 895 regresaron a Sevilla, Kurayb les negó la entrada. Al-Mutarrif no forzó la situación, pero apresó a Jalid ben Jaldún, hermano de Kutayb y a Abd al-Rahman, hijo de Ibrahim ben Hachchach y se volvió a Córdoba con ellos. Fueron liberados después de pagar un gran rescate y de dejar rehenes, pero de vuelta a Sevilla, olvidando sus promesas, repudiaron la autoridad del emir y se repartieron la región sevillana.
Abd Allah, con mucha perspicacia, no tomó ninguna acción. Suponía, y no sin razón, que entre las dos familias árabes no se iba a mantener por mucho tiempo la concordia. Y así fue. Los dos cabecillas desconfiaban el uno del otro, mientras que el gobierno central intentaba fomentar esta desconfianza mutua. La alianza entre los Banu Jaldún y Banu Hachchach, acabaría ahogada en sangre. Kurayb y Jalib fueron asesinados por orden de los Hachchach. Ibrahim ya tenía Sevilla sola para él, y pidió al emir una investidura que, Abd Allah, no se atrevió a negarle. Así, con la aprobación del mismo emir, apenas a 50 km de Córdoba, se erigía un estado, prácticamente, independiente, regentado por un árabe que tendría su propio ejército, que recaudaría sus propios impuestos y que, si venía al caso, se aliaría contra su señor natural, aun con Ibn Hafsun, al que admiraba profundamente y del que era pariente por una alianza matrimonial.
Ibrahim ben Hachchach
fue un buen administrador y gobernó con energía y benevolencia para ganarse el favor de sus nuevos súbditos. Protegió a los literatos y artistas y a imitación de las cortes emirales, se hizo traer a una bella cantora bagadadí, Qamar, que compró a precio de oro, en Oriente. Eran muchos los hombres de letras que, si se sentían relegados en Córdoba, marchaban hacia Sevilla en la seguridad de que serían bien acogidos y generosamente recompensados.
Las relaciones entre Córdoba y Sevilla se mantuvieron tensas, hasta que el emir liberó al hijo de Ibrahim, tras lo cual, el sevillano pagó a Abd Allah tributo de vasallaje y le proporcionó tropas para sus expediciones, dejando de apoyar a Hafsun cuando éste actuaba contra el emir.
Ibrahim murió de repente, cuando contaba unos 63 años, en 910 ó 911. Le sucedieron sus hijos: Abd al-Rahman, en Sevilla y Muhammad en Carmona. A la llegada de Abd al-Rahman III, estos principillos sobrevivirán poco tiempo, pues el primer califa recobraría estos territorios que su padre gobernara como otro emir.
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