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sábado, 2 de noviembre de 2013

El Fin de Sanchuelo.

   Los omeyas, que se habían visto relegados del trono, encontraron un aliado singular: la madre del difunto Abd al-Malik al-Muzaffar, llamada al-Dhalfa. Sospechaba la mujer que su hijo había sido envenenado a instancias de Sanchuelo y deseosa de vengar su muerte se alió con los descendientes de al-Nasir, prometiéndoles ayuda material, pues era inmensamente rica, si emprendian alguna acción contra el hijo pequeño de Almanzor. Eligieron para el golpe de Estado a un descendiente omeya, bisnieto de Abd al-Rahman III, Muhammad ben Hisham ben Abd al-Chabbar. A pesar de la nobleza de su linaje, Muhammad tenía un aire plebeyo y se encontraba a sus anchas entre el populacho más bajo de la ciudad de Córdoba. Tal vez por eso le eligieron para dar ese golpe de mano. Con el dinero de al-Dhalfa, se dedicó a comprar voluntades con lo que el número de sus adeptos se multiplicó. Sólo se esperaba que Sanchuelo llegase al confín más alejado, dentro de la Península, para proceder a desencadenar la revuelta.
   El regente había dejado al-Zahira a cargo de tres personas de toda su confianza: el visir, el secretario de Estado y el prefecto de su residencia. Pero lo primero que hizo Muhammad ben Hisham fue atacar el Alcázar, donde se encontraba el califa. El 15 de febrero de 1009, los correos trajeron noticias de que Sanchuelo entraba en territorio enemigo, lo que fue aprovechado por los conjurados para rodear el palacio califal. Las cárceles se abrieron y todos los condenados se unieron al movimiento de los sublevados.
   Hisham II comprendió que estaba en peligro y mandó cerrar las puertas del Alcázar, mientras se exhibía desde una terraza. Pensaba que su presencia, entre ejemplares del Corán, impondría respeto y cordura, pero fue acogido entre burlas. Se retiró a su oratorio privado, dando órdenes de que no se disparase sobre los amotinados. El jefe de la rebelión, por su parte, ordenó que el Alcázar se tomase lo antes posible. Con escalas sujetas a los muros, las masas fueron entrando en el palacio por los tejados, sin que nada contuviese su avance. Los asaltantes se hicieron con los depósitos de armas y comenzaron el saqueo. El califa, sintiéndose perdido, envió un mensaje a Muhammad por el que se comprometía a quitar el poder a los amiríes, devolverlo a los omeyas y designarle heredero. Muhammad, dueño de la situación, le hizo llegar a Hisham otro mensaje, en el que él imponía sus condiciones al califa, que no tuvo más remedio que aceptar. El Alcázar quedó abierto y Muhammad se instaló en el salón del trono, donde pasó la noche dictando consignas a sus ardientes partidarios.
   Estas noticias llegaron a al-Zahira, que se puso en sobre alerta para defender la residencia amirí. Los primeros revoltosos fueron rechazados por una salida de la guarnición, pero como anochecía, las hostilidades quedaron suspendidas hasta el día siguiente.
   Las primeras medidas que tomó Muhammad fueron muy acertadas. Hizo que la multitud abandonara el Alcázar y que se protegiese la entrada del harén. Envió un eunuco a Hisham, que continuaba refugiado en su oratorio privado, para invitarle a que abdicara en su favor. El califa lo aceptó y, esa misma noche, fueron convocados todos los altos dignatarios y todos los alfaquíes para que jurasen al nuevo soberano. Dos notarios recogieron la renuncia de Hisham II y se invistió a Muhammad con arreglo a la tradición, con el mismo ceremonial con el que se designaba a los califas. El nuevo califa adopto el sobrenombre de al-Madhí bi-allah, " el bien dirigido por Dios ".
   Al día siguiente Muhammad dio la oportunidad a toda la plebe de incorporarse al ejército, en gratitud por haberle ayudado a acceder al trono con tanta facilidad, en calidad de milicianos remunerados. Pero no eran más que soldados ruines, sedientos de botín y, enviados a saquear al-Zahira, no dejaron piedra sobre piedra. La residencia se entregó a cambio de que sus habitantes pudieran salvar la vida. No se respetaron ni los gineceos de Almanzor y sus hijos. A las mujeres que allí estaban y que eran de condición libre, se las dejó marchar, mientras que las que eran esclavas, pasaron a poder del nuevo califa. Al-Dhalfa fue tratada con todo respeto, pero ella, por si acaso, ya había puesto su fortuna a buen recaudo, en Córdoba.
   Al-Zahira cuando ya había sido despojada de todo, hasta de las vigas de madera, puertas o tazas de mármol, quedó reducida a escombros, de tal manera, que el tiempo se ha encargado de borrar de manera total, sin que nunca se haya encontrado el más mínimo vestigio de ella.
   ¿ Cuál iba a ser la reacción de Sanchuelo ?
Además de estar bien vivo, contaba con las fuerzas del ejército regular, con el que podría defenderse. Era de suponer que volviese, a uña a caballo, a recuperar su puesto y que la ciudad se aprestase a la defensa.  Para contar con las adhesiones de los más reticentes, Muhammad abolió varios impuestos y reforzó la medida, con que, desde el minarete de la mezquita, se lanzasen maldiciones contre el usurpador amirí.
   Estas noticias le llegaron a Sanchuelo estando en Toledo y en lugar de correr hacia Córdoba perdió el tiempo en recibir el juramento personal de todos los soldados que le acompañaban. Empezaron las deserciones. El jefe zeneta dijo que no se podía combatir a los cordobeses sin atraer la desgracia sobre sus familias que se habllaban en la ciudad. Muchos consideraban que Sanchuelo era demasiado mal musulmán para que le debieran lealtad... Se encontraba cada vez más desamparado. Desde Calatraba, tomó el camino a Córdoba y el 28 de febrero de 1009 llegó a dos jornadas de la capital. Hicieron noche y desertaron todos los beréberes. Sólo podía contar con el gobernador de Medinaceli, Wadith, pero no se sabe por qué no recurrió a él.
   Un conde cristiano, de la familia de los Beni Gómez de Carrión, que le acompañaba, le aconsejó volver a Medinaceli, pero Sanchuelo quería llegar a Córdoba. Es sorprendente que este conde cristiano no quisiera abandonarlo, cuando se veía que su aventura no podía tener buen final.
   En una nueva jornada llegó hasta Guadalmellato, donde murió su hermano, y en una quinta de placer que allí había, instaló a las sesenta mujeres de su harén que le acompañaban en la campaña. Él fue a pedir hospitalidad a los monjes del vecino convento mozárabe. Al día siguiente, el 3 de marzo, llegaron tropas enviadas por Muhammad con orden de apresarlo. Detuvieron a Sanchuelo, con un puñal que llevaba escondido, intentó quitarse la vida sin conseguirlo, y fue muerto al instante, al igual que el conde cristiano, que no pronunció una sola palabra. Sus cuerpos fueron expuestos en Córdoba, donde el populacho se cebó con ellos.